De allá de donde somos, nunca logré encajar.

Es que tienes que nacer ahí para lograr ser parte de la población. No hay tierra para los foráneos.

No encajaba porque me vestía diferente, porque no me trenzaba el cabello, porque hablaba distinto, porque no sabía cocinar, porque no sabía trapear, porque no sabía barrer, porque me gustaba salir sola, porque me sentía más cómoda entre hombres que entre ellas, siempre juzgando, siempre midiendo el largo de mi falda con la mirada.

Me gusta pensar que llegué ahí por un error, la realidad es que la vida me tenía preparado un entrenamiento violento. La vida quería probarme que yo no era tan ruda como aparentaba y eligió el ambiente que más he amado en la vida: el rancho donde nació mamá, el rancho de mis vacaciones de verano, el rancho del pan recién horneado, del queso fresco, de los molinos de masa, de las tardes en bicicleta, de la casa del árbol, de las noches con sereno, del olor a leña. El rancho en el que no existía la tristeza y que después de aquel “error” se transformaría en el origen del trastorno.

Mamá me inscribió en el telebachillerato, que es una modalidad de bachilleres en el estado de Veracruz, en el que se aprende a través de videos educativos. Spoiler: Eso no pasa, ni siquiera hay televisión. En fin, el lugar donde tomaba clases era una galera, el salón de usos múltiples. Ahí se hacían bodas, bailes, quinceañeras. Aprendías a andar en bici, en patines, aprendías a besar, a fumar, a esperar. Era uno de los dos únicos lugares en los que hay señal en la población, así que ahí podías llamar, enviar mensajes de texto. Era el punto de reunión para proposiciones, para terminar una relación, para enviar recados y transformarte en Celestina. La galera era el centro de la comunidad. Dentro de todas sus funciones para mí fungía como escuela. Como no había preparatoria en la comunidad, decidieron aclimatarla como salón de clases. Lo dividieron en dos: el lateral izquierdo para primer año y el derecho para segundo. No había tercer año, los muchachos que iban en segundo habían cursado primero en otra comunidad, así que los relocalizaron a la galera. Solo había un profesor para ambos grupos. Nos dejaba una actividad e inmediatamente después iba del otro lado de la galera para seguir el tema con los de segundo.

Recuerdo mi primer día, fue el día en el que me di cuenta que era diferente y aunque eso funcionaba en la ciudad, no me perdonarían no ser como el resto. Yo ya tenía el uniforme, la preparatoria donde iban a inscribirme en un principio llevaba una falda y chalecos iguales. Me gustaba usar botas, eran unas lindas botas Jeep color negro, me agradó la idea de que no hubieran tantas reglas para el uniforme, así podría hacerlo a mi manera. Error. Mi falda era significativamente más corta que las del resto. Mi cabello no estaba amarrado, mi blusa desabrochada hasta el tercer botón, de mi cuello no colgaba una cadena de oro con una plaquita de la virgen de Guadalupe ni de un Cristo, solo una gargantilla negra que estaba muy de moda en los 90s. Era el paraje perfecto para los insultos, críticas, burlas, golpes.

Odiaba todo lo que tenía que ver con la galera, aunque me daba risa y vergüenza, el sentimiento real era odio, ese día dejé de ser princesa. Es difícil recordarlo cuando llegas a un lugar donde ese término no existe y que al contrario, ser princesa no es algo que la comunidad vea como algo siquiera productivo, al contrario, te vuelve inútil, pretencioso e indeseable. Me senté hasta adelante porque no veía bien en dónde me habían asignado. Para mi sorpresa nadie me quitó, solo fui observada como se mira a una rubia de ojos azules en cualquier estación del metro, sin ser rubia y de ojos azules, entendí lo incómodo que implicaba ser diferente.

Entre todas las miradas, reconocí a una de las muchachas, María, porque fuimos a los mismos cursos de verano juntas cuando éramos niñas. Y tal como había sido en el pasado, no había empatía entre nosotras. Mi tía Irene daba el curso de verano en la biblioteca municipal, era muy divertido, habíamos niños de diferentes edades y ella siempre lograba crear un ambiente de armonía; es de esas personas que tienen vocación de convivir con niños, de tratarlos con cariño y paciencia, de enseñarles algo nuevo y útil, irremediablemente esa vocación hoy se desdobla en ser la mejor de las madres. El único problema que tenía dentro del curso de verano, éramos la niña María y yo, en esa competencia por demostrar quién era la mejor, la más ordenada, la que mejor leía, la que coloreaba sin salirse de la raya, la más rápida, ya saben, esa competencia infantil que es absurda y agotadora.

María también me reconoció, lo supe por su sonrisa torcida. Ella era bonita, pero de esas bonitas que son molestas. Con el tiempo, la vieja competencia retomó fuerza, ahora era más absurda, y solo tenía dos categorías: quien estaba en el cuadro de honor y quien resultaba ser la hembra alfa, deseada por todos, envidiada por todas, sin dueños, sin ataduras. (Hoy tengo una teoría en análisis, todos los que hemos sido parte del cuadro de honor en nuestro ayer, hoy ahogamos nuestra depresión, ansiedad y demás trastornos en Pristiq).

La competencia no duró mucho, yo era desconocida, la apestada. No era una hembra alfa y realmente no quería serlo, pero molestar a María con mi presencia era algo que me resultaba divertido. Las otras chicas no me aceptaban, no querían ser mis amigas, hasta que notaron que podía serles útil. Yo era la única que tenía un auto, era una Jeep Cherokee 89 que mi papá me había regalado. Aunque la galera quedaba relativamente cerca de mi casa, la llevaba porque al salir me gustaba manejar hasta la playa y ver pasar la tarde, cuando estoy frente al mar la soledad no existe, ni el dolor, ni la tristeza.

Cuando las chicas se juntaban para platicar y yo intentaba encajar, no podía seguir mucho la plática, hablaban de lo que harían de comer, de la limpieza de sus casas, de atender a las visitas, de sus novios y los permisos que tenían que pedir para que pudieran platicar afuera de sus casas. Yo no tenía que hacer nada de eso al llegar a casa, ayudaba con algunas cosas pero tenía 15 años, no era tan “productiva” como ellas.

Algo quedó en mi inconsciente, si no lograba encajar y ser como las demás, significaba que había algo mal conmigo. Aquella leyenda quedó marcada en mi cuerpo en forma de cicatrices. Hice lo que hacían todas, enrolarse con alguien y por lo menos tener un tema de conversación. A quien elegí por compañero y verdugo, no era del todo un extraño, parte de los veranos que pasaba en el rancho, él había sido mi compañero de juegos, ahora se convertía en mi primer beso, mi primer mentira piadosa, mi primer todo.

El rechazo de la sociedad comenzaba a dejarme estragos, el ser humano necesita vivir en sociedad, yo no era un ermitaño. En casa procuraba la estabilidad, mi madre era muy feliz, tenía a sus padres cerca, a sus amigos de la infancia, a su amado rancho y, claro, a nosotros creciendo en un entorno “más saludable que el de la ciudad”, a mis hermanos les llevaba el lunch calientito en la hora del receso, dormía temprano y le ayudaba a mi abuelita con las labores de la casa, y ella era feliz. Cuando supo que tenía un novio, no le gustó mucho de quién se trataba, pero yo le hice ver que todo estaba bien y que no era nada serio. Me volví en una experta maquillando moretones, en ahogar el llanto en la quijada, no quería ser la razón por la cual mamá dejara el lugar que la hacía sonreír de aquella forma iluminada.

Él era malo conmigo, se encargó de tatuarme en el alma que nadie podía amar a alguien como yo, tan inútil, tan fuera de lugar. Yo no podía escapar y cuando lo intentaba, él lograba encontrarme y recordarme que él era el dueño de la situación, que yo tan solo era una foránea sin talento. No quiero ahondar en detalles del maltrato, no es por eso que estoy escribiendo esta noche. Un día de tantos, tomé un cuaderno y comencé a escribir, a escribir la historia de una joven que estaba enamorada de un hombre que no sabía amar y ella le mostraba el camino. Hoy en día, lejos de enternecerme aquel manuscrito, me parece nauseabundo. Pero fue así como las letras me salvaron de volverme loca, escribía al despertar y al dormir, siempre había algo nuevo, algo terrible que agregar a la historia, sangre, gritos, súplicas, todo aquello se transformó en letras.

El final no fue feliz. Mamá no regresó al rancho después de descubrir lo que estaba pasando dentro y fuera de mí. Pero entendí que lo único seguro, lo único que podía salvarme, eran las letras, siempre precisas, siempre inmediatas.

Hoy padezco un trastorno que se creó a raíz del abuso, un trastorno que no termino de entender ni de aceptar, pero que irremediablemente está ligado a mi oficio de escritor. Hoy quiso salir, le permití contar solo una parte de su historia, para que no se acostumbre.

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