Los chiles mexicanos son parte inseparable de la historia gastronómica de los mexicanos, se trata de esas especies con valor incalculable sobre todo por la singular maestría con que se utiliza en nuestra cocina.

Sabemos que no todos los chiles tienen el mismo sabor, que no todos pican igual, que unos son más adecuados que otros para determinados platillos y todo ello gracias a esa milenaria y cotidiana interacción que se desarrolló, por lo menos, desde el 3,500 a.C, permitiendo el desarrollo de instrumentos básicos para su recolección, traslado, procesamiento y prácticas diferenciadas. La más notable de estas destrezas es la comida, que conformó un repertorio alrededor de su aprovechamiento.

Algunos guisos tradicionales que conservan este radical ingrediente ayudan a identificar platillos que lo contienen como los chilaquiles, enchiladas, chilorio, chilate, chilmole, chilpachole, chilpozontle, chilposo, chiltextle, chileajo y chiltomate.

TODOS A LA MESA

Enrique Vela afirma que prácticamente no hay comida mexicana sin chile (tzilli o chilli en náhuatl), “el maíz, el frijol, el tomate y la calabaza –los otros cuatro grandes de la gastronomía nacional– no necesariamente forman parte de cada platillo, el chile sí”.

El especialista quien publicó sus investigaciones en la revista Arqueología Mexicana, argumenta que gracias a su función de condimento, el chile es un complemento necesario y hasta insustituible para el curtido paladar nacional.

Sin embargo, en el siglo XIX no se le consideraba digno del consumo de “la gente bien” como afirma Janet Long en su texto El capsicum a través de la historia mexicana. En su mismo texto, la historiadora describe que en este siglo se dio una “mini” revolución culinaria que afirmaba la nueva identidad mexicana a través de la cocina y es este momento donde se crean los “chiles en nogada” platillo que era servido tradicionalmente el día 28 de agosto día de San Agustín. Sin embargo aún ahora se está trabajando para que la actitud hacia nuestra cocina tradicional se considere como un orgullo nacional.

A pesar de la influencia de tradiciones culinarias de otros países, las cocinas locales de México tienen un toque particular gracias a los tipos de chiles que se desarrollaron en cada región. Como la cocina yucateca que es impensable sin su chile habanero, o las cocinas de la sierra de Hidalgo con el chipotle y qué decir del matrimonio de los chilhuacles y los chilcoxtles con la cocina de Oaxaca.

FRESCOS Y SECOS

Héctor Bourges Rodríguez, director en nutrición del Instituto Salvador Zubirán, afirma que en México existen más de 130 variedades de diferentes tamaños, colores, sabores y formas que se pueden consumir verdes, maduros o secos. Estos chiles suelen prepararse crudos, guisados o curtidos, lo que generan una diversidad enorme de preparaciones.

Los principales chiles frescos son la chilaca, el güero, el habanero, el jalapeño o cuaresmeño y sus numerosas variedades, el manzano, el poblano verde o rojo, el muy picante x-cat-ik y los diversos pimientos morrones.

Estos chiles frescos al exponerse al sol sufren un proceso de secado y según la región cambian su nombre y su uso culinario. La forma de conservación es indispensable para todo otro género de platillos. Los principales chiles secos son ancho, cascabel, Catarina, chilcoste, chipotle, chile de árbol, morita ahumado, chilhuacle, huajillo, pasilla, pasilla de Oaxaca, puya y piquín, entre otros.

Un proceso más al que se someten es el ahumado, dentro de los que se encuentran el pasilla de Oaxaca en la sierra Mixe, el chipotle o chile humo, el morita ahumado y el piquín (pulga en náhuatl) un chile de monte precursor de todos los demás.

DEL CHILMOLLI AL MOLE

El origen de estas dos preparaciones es fundamental para entender el papel del chile en la identidad nacional. El chilmolli es una preparación prehispánica base de muchos guisos, elaborado esencialmente con pasta de chile, por lo general el pasilla y chipotle, masa de maíz y cacao molido. Todo se adelgazaba con un poco de caldo de carne de guajolote. Si la preparación era espesa de llamaba chilmolli, si no, chílatl.

En cada región se preparaba de acuerdo con sus costumbres, argumenta el antropólogo Eduardo Merlo, pero siempre re fue considerado platillo para grandes ocasiones. Era un alimento para los dioses, acompañado de carne de diversos animales.

“Con la llegada de los españoles este platillo fue cambiando y la cocina indígena y la española intercambiaron los conocimientos que transformarían en primer lugar al tradicional chilmolli. De su pasta picante salieron adobos, pepianes, chanfainas, enmoladas, envueltos y las famosas enchiladas”.

Es así como las monjas del convento de Santa Rosa en Puebla, basadas en la antigua preparación prehispánica, la convirtieron en un platillo criollo llamado mole o mulli (salsa en náhuatl) lleno de contrastes y considerado barroco por contener tantos ingredientes, entre ellos una gran variedad de chiles. Siguiendo la tradición indígena pero con gusto españolizado y al mismo tiempo moro.

IRRESISTIBLES SALSAS

Las 348 variantes de lenguas indígenas que se hablan en México, tiene una demonización particular para las salsa y para elaborarlas se utiliza como base el chile, en sus diferentes variedades y formas de preparación. Imagina la diversidad de esta preparación mexicana.

El mejor utensilio para elaborarlas es el moxcaxtli o molcajete que significa cajete de salsa, al que acompaña su eterno compañero el “tejolote” o machacador. Se elaboran de manera artesanal en piedra y barro, cada región posee su propio diseño pero en general tienen tres patas y su función es la de ejercer fricción, impacto y presión sobre los chiles y otros ingredientes con que se molcajetean las salsa. También existen las chilmoleras, un utensilio especial para preparar chilmole, una salsa que se hace con chiles e ingredientes tatemados para hacer guisos con carne.

Marco Buenrostro, especialista en cultura alimentaria, recomienda dejar reposar la salsa 10 minutos después de haberla elaborado para que los sabores se combinen bien. Además de integrar la sal al término de la preparación.

DE SILVESTRES A DOMESTICADOS

El fruto de la mayoría de las especies silvestres ve hacia arriba y tiene un llamativo color, lo que atrae a las aves que al comer el fruto contribuyen a su dispersión, pues no digieren todas las semillas y al evacuar mientras vuelan propician que la planta crezca en otras zonas aledañas.

Los pobladores de zonas rurales cosechan los frutos silvestres para consumo personal, para venderlos en los mercados frescos o secos o conservarlos en salsas, salmueras o escabeche.

En cambio, el fruto de las especies domesticadas tiende a colgar, lo que evita que las aves lo coman, reservándose para el consumo humano, además esto permite que sea de mayor tamaño.

¿POR QUÉ PICA?

Principalmente, por la concentración del alcaloide capsaicina en las venas y la placenta. Otros factores son el tamaño, entre más pequeños más picantes. El clima, el agua y los materiales en la tierra también son determinantes, si es sembrado y cultivado en condiciones desfavorables es más picoso que aquel bajo condiciones controladas.

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