La injusticia y la discriminación hicieron a Jacinta Francisco Marcial una mujer diferente. Presa durante tres años acusada del secuestro de seis agentes federales, hoy sabe de activismo, de jóvenes informados y del miedo, que conoce bien, pero su agradecimiento le dice que aún sin dinero, con mucho trabajo y hasta con temor, tiene que salir a luchar por justicia para los indígenas.

A unos días de que el Tercer Tribunal Colegiado en Materia Administrativa del Primer Circuito ordenó a la Procuraduría General de la República (PGR) disculparse con Jacinta, todavía no hay acercamiento alguno ni con ella ni con sus abogados, pero se espera que cumpla con ese mandato para hacer algo de “justicia”.

Más allá de verlo como la simple confesión de un error, Jacinta quiere demostrar que como este caso hay muchos, como lo explica su hija Estela, para quien el proceso que vivió su madre “es ejemplo de muchos, que reconozcan que las leyes mexicanas no se aplican como debe ser, lo único que queremos es el reconocimiento, ante la sociedad, que como este delito cometido hacia ella, se ha hecho en muchos casos”.

Acompañada de su hija, Jacinta todavía no sabe muy bien por qué le tocó estar en prisión durante tres años, pero recuerda que todos los días pensaba cuándo llegaría a estar otra vez con su familia y de pronto, gracias a muchas personas, logró salir.

En 2006, acusada del secuestro de seis agentes de la desaparecida Agencia Federal de Investigación (AFI), se enfrentó a un proceso lleno de irregularidades y sin evidencias que demostraran su culpabilidad.

Sus compañeras de celda, recuerda, le deseaban que saliera pronto, porque creían en su inocencia, pese a la condena de 21 años de cárcel y la multa de 90 mil pesos que se le fijó en ese mismo año.

Un año después de recuperar su libertad, en 2010, exigió a la PGR reparar el daño y reconocer su inocencia, pero fue hasta mayo de este año cuando el Tercer Tribunal Colegiado en Materia Administrativa del Primer Circuito ordenó a la PGR a ofrecerle disculpa, para lo que tiene cuatro meses.

Para Francisco Marcial la injusticia que vivió fue también producto de la discriminación hacia los indígenas, que sintió en carne propia fuera y dentro de la cárcel, donde le impedían hablar su lengua, el ñañhú, y le llamaban “india mugrosa”.

Las celadoras en el Centro de Readaptación Social femenil (Cereso) la callaban, le decían: “aquí no se habla así”, cuando decía algunas expresiones en su lengua.

“Me acuerdo la primera noche cuando me pasaron a población, como le dicen, muchas en el cuarto me decían que no querían que estuviera, porque era india, esa es la discriminación. Se ve todos los días, igual acá, la gente, con los que son del pueblo, del rancho, es muy difícil encontrar un trabajo”, considera Jacinta.

Con su vestimenta tradicional de Santiago Mexquititlán, Amealco, reflexiona en voz alta que muchos de los problemas de los pueblos indígenas se deben precisamente a la discriminación, que le niega las oportunidades a la gente.

Afirma que muchos de ellos, sobre todo jóvenes, se esfuerzan por prepararse, por estudiar, “pero el trabajo no lo tienen, ¿por qué no lo tienen? Porque muchos otros ya tienen el trabajo comprado. Antes yo escuchaba de las palancas y yo no sabía de eso, decían: tus hijos ¿por qué no tienen palanca?, no tienen trabajo porque no tienen palanca, me decían”.

Le tocó entender esos temas a la mala. Lo vivió con su hija enfermera que trabajó muchos años en el Hospital General y pedía su base, porque era la que tenía más tiempo, pero nunca se lo dieron y vio cómo a otros sí les daban.

“Ahí me di cuenta que cuando dicen que todos somos iguales, que nadie vale más, nadie vale menos, eso no es cierto, yo lo veo por la discriminación: los que tienen dinero, tienen su trabajo seguro, los que no, pues no y nunca se ha cambiado nada”.

Pero a ella cárcel sí le cambió la vida, no solo con la manera en la que se siente en su comunidad, sino que la hizo una mujer diferente, más comprometida, más consciente y más agradecida.

Cuando obtuvo su libertad, el 16 de septiembre de 2009, le daba pena que la gente en su pueblo la señalara y dijera: “es la señora que estuvo en la cárcel, esa es la señora que vimos en la tele, es la señora del periódico y se van por la familia y les enseñan que ahí estoy”.

Frente a la pena que sentía, muchos compañeros le dijeron que “nunca se agachara”, que caminara “con la frente en alto” y ahora su “idea es otra” porque “como trabajo en el tianguis, hasta me volteo para que me vean ya bien”.

Jacinta se volvió un personaje en la comunidad hasta para muchos jóvenes que buscan oportunidades en el extranjero o en otras ciudades y que de cuando en cuando regresan a su comunidad en Amealco.

“Como vendo helados en el tianguis, dulces en las escuelas, pues llegan y dicen: vamos a comprar con la señora y pues estoy contenta, porque me visitan y compran sus helados”, ríe como quien hace una travesura.

A siete años de recuperar su libertad, considera que tiene una deuda con la gente que la defendió, porque si en la cárcel “me apoyaron, sin tiempo, sin dinero, ¿yo por qué no voy a luchar? Yo creo que tengo que salir, buscar apoyo, antes no conocía, yo tengo mi conciencia bien y a mí me duele lo que pasa. Me preguntan si tengo miedo, pues miedo sí tengo, pero nunca me canso de dar las gracias”.

Su gratitud alcanza a estudiantes que no conoce, a los activistas que nunca logró ver, porque en prisión recibió decenas de cartas de jóvenes y personas que le decían que no se iban a cansar hasta verla libre.

En esas cartas le dejaban su teléfono, mensajes de aliento, oraciones y “a veces me dolía, me ponía a llorar, eran de muy lejos y ellos (los jóvenes) saben lo que hacen, pero cuando yo era así (joven) no sabía nada, ellos me sirvieron para luchar”.

Ahora su agradecimiento supera al miedo y utiliza su propia historia para denunciar que hay otros que, como ella, viven lo mismo o lo vivieron, lo que la lleva a participar en cualquier foro y plática pública, a pesar de sus responsabilidades en su originario Barrio 4 de Santiago Mexquititlán.

En Amealco la gente es muy humilde, asegura Jacinta y necesitan saber que hay justicia para ellos, por eso importa la disculpa de la PGR, para que se confirme su inocencia, pero sobre todo para que no vuelva a pasar otro caso como este.

De acuerdo con la Comisión para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), en el estado hay 36 presos indígenas, la mitad de ellos originarios de otros estados y uno de Guatemala, acusado de portar enervantes.

La mayoría de ellos enfrentan delitos mayores, como violaciones, homicidios, narcomenudeo, lo que hace imposible que salgan bajo fianza.

Según los datos de la CDI, la mitad de los indígenas que viven en la entidad provienen de otras entidades, como Michoacán, Oaxaca, Estado de México incluso de otros países, que acuden a Querétaro y otros estados del centro del país a vender sus artesanías o buscar trabajo.

El delegado de la CDI, Aurelio Sigala Páez, aclara que con una población indígena de 12 mil personas en la zona conurbada de Querétaro, son muy pocos los que se dedican a la venta en las calles, porque se dedican a sectores como servicio, entre muchos otros.

“Vienen buscando trabajo, una buena parte de los que están en la ciudad, en la zona conurbada no se dedican al comercio informal”, afirma el delegado, al reconocer que muchos de ellos llegan a involucrarse en delitos.

En los casos menores, como robo, se les puede ayudar mediante el pago de la fianza o la representación correcta de los 15 traductores certificados y otros 13 que están en formación. Esos programas hicieron posible que el año pasado la CDI pagara la fianza de 14 indígenas acusados de delitos menores en el estado.

Los procesos y las condiciones que enfrentan hacen que muchas autoridades reconozcan que existe una deuda en materia de justicia que se pretende cubrir. Por eso el caso de Jacinta “fue emblemático”.

Aurelio Sigala añade que la resolución que obliga a la PGR a disculparse con Jacinta no sólo es necesario, sino justo, porque aunque no resarce el daño que se le causó; significaría un cambio.

El caso de Jacinta tuvo repercusiones favorables. Una de ellas, la visión de su hija Estela, que ya tiene el grado de doctorado y que considera que su profesión de maestra le permitió tocar todas las puertas posibles para conseguir ayuda para su madre.

“Ahora digo que gracias a lo que a ella le tocó vivir, podemos decir que es un ejemplo de vida. A nosotros como hijos nos compromete a seguir, fue muy difícil tenerla en la cárcel”, comenta Estela.

La experiencia de su madre, también le enseñó que los estudios “no me hacen ser más, me obligan a ser más responsable” y por eso Estela se suma a las luchas que tienen que ver con causas que considera justas.

Jacinta todavía no domina del todo el español, depende de su hija para entender algunos términos, pero no olvida cuando estaba presa y lo contrasta con la manera en la que se siente ahora, que está contenta, que sí siente miedo, pero “cuando me invitan (a pláticas y a foros), yo voy, ya me siento bien, porque si Dios así quiso que pasaran las cosas, pues yo también tengo que ver, yo salgo, hablo, ando, porque mi conciencia está tranquila y estoy bien”.

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