Dice Joaquín Sabina que las “malas compañías” suelen ser las mejores, no estoy seguro que esto sea del todo cierto, pero lo que sí puedo afirmar es que son divertidas y dejan anécdotas que uno sigue recordando hasta que la desmemoria nos alcanza.
Uno de estos amigos a quien todos tachaban de “mala compañía” solía ser fanático al extremo de Diego Armando Maradona. En su adolescencia vivió en el Distrito Federal, hoy Ciudad de México, y en su adolescencia vivió el Mundial de México 86. Él fue uno de los tantos que fue a cantarle al Diego a las afueras de su hotel para alentarlo en la gresca mundialista. No consiguió colarse al Estadio Azteca para verlo en vivo contra Inglaterra o Alemania, pero le bastó sentirse cerca del astro argentino para sentirse parte de un momento histórico que lo dejaría marcado.
Nunca dejaba de hablar de las jugadas de Diego en el Nápoles, con la selección argentina, de cómo Menotti lo dejó fuera del Mundial en el 78, de su lesión en el Barcelona, de cómo le robaron la final de Italia 90 por haber derrotado al local, “igualito que en el cuento de Benedetti ‘El puntero izquierdo’, léelo”, siempre decía. (Por cierto, también tenía otro compañero que cuando escuchaba que hablábamos de Benedetti pensaba que nos referíamos a la compañía de comida rápida y no al poeta uruguayo, por ello su cara de desánimo de tanto escuchar dicha palabra y no ver una pizza cerca.)
Cuando fue expulsado del Mundial del 94 y Maradona dijo su famosa frase que “le habían cortado las piernas”, él también solía repetirla cuando ya llevaba tres caguamas y se lamentaba de no seguir en las fuerzas básicas de Gallos Blancos. “No entienden que soy un Maradona”, decía. De nombre propio había pasado a ser adjetivo.
Una de las frases que siempre repetía cuando estábamos en problemas ya fuera por falta de dinero o apuros escolares es que habría que “maradonear” y salir del atolladero. Maradona se había convertido en verbo.
Y aunque para muchos es un verbo aplicable solo en la cancha de futbol. Jorge Giner en su artículo en la revista Panenka lo define así: “es marcar el gol que siempre soñaste desde que eras niño (…) En definitiva, ‘maradonear’ vendría a ser algo así como convertir en humano un acto que solo los dioses pueden obrar”.
Pero mi amigo terminó por sacar el verbo de la cancha y aplicarlo a toda acción de la vida cotidiana. Habría que “maradonear”, es decir, esforzarse al máximo y apelar a un chispazo de genialidad (como el gol de media chancha contra Inglaterra) o a jugar en el límite del reglamento para sobrevivir (como el gol de la mano de D10S también contra Inglaterra).
“Maradonear” también era retar al destino y ganar o perderlo todo, sin conocer las medias tintas. Saber que en la vida no estás condenado a la derrota eterna y que una dosis de talento y trabajo te pueden cambiar el rumbo. También que puedes tener todo a favor y por el exceso perderlo y volver a empezar de cero sin más que tu talento y esfuerzo.
Terminaron los años 90 y dejé de frecuentar a mi maradoniano amigo, pero algo se me había quedado: esa idea de maradonear como último recurso y salir avante o ser expulsado en el intento. Y así como en tango aprendí que aunque uno vaya cuesta abajo en rodada, uno todavía puede “maradonear” en la vida y ganar... o rescatar el empate.
No sé qué habrá sido de mi amigo maradoniano pero supongo que este miércoles 26 de septiembre estará en un rincón del estadio Corregidora para ver de lejos a su antigua figura de formación y si ya no gritar cánticos a su favor, por lo menos tomarse una cerveza mientras ve cómo Diego se agita en la banca técnica.