“La embriaguez es condición del 
espíritu, hace sentir su carácter 
absoluto, es decir, su separación de 
todo lo que no es ese espíritu (todo lo que es condicionado, determinado
 relativo, encadenado).

La embriaguez misma es la absolución, el desencadenamiento, la ascención libre hacia 
el afuera del mundo. Es el goce: la 
identidad en el abandonarse al
 empuje que desea lo idéntico, el 
cuerpo resumido a su espasmo, 
a un suspiro o un grito arrancados, 
exclamación entre lágrima y lava”. 

Jean-Luc Nancy

Los días transcurren sin saberlos nombrar, la diferencia es mínima, porque ahora no identificamos el principio y el fin de una semana, vivimos inmersos en una continuidad que se expande de a poco.

Y el tiempo, vaya, tampoco las horas importan. La prisa se ha ido despidiendo de la rutina diaria. Si la estructura del tiempo ya no dicta una rutina, una cotidianeidad, entonces, ¿para qué preocuparnos en qué gastamos nuestro día?, ¿para qué medir las horas? si la ansiedad nos ha arrebatado el sueño, si la incertidumbre se nos cuela a diario en cada cifra; a la prisa la guardamos en un cajón donde almacenamos también nuestra imagen, después de todo, en el encierro la apariencia tampoco es una necesidad.

¿Qué hacer para librar el día? Rompemos la estructura del tiempo para que éste no nos termine devorando. Desplazamos el sueño para que no se convierta en pesadilla. Le robamos horas a la noche para hacerlas nuestras, pero no podemos enfrentarnos solos a ella, porque sabemos que llegará la luz del nuevo día, y de otro más, y ya suman semanas, de pronto serán meses... y quizá ya no estemos cuerdos para cuando esto suceda. Recurrimos a diversos artilugios que nos lleven como náufragos encima de una mísera balsa hasta llegar a la orilla. Así nos embriagamos, nos preparamos para lidiar con la travesía, perdidos en un inmenso mar donde aún no alcanzamos a ver suelo firme, con el sol a plomo, sabiendonos solos en nuestra propia balsa.

La embriaguez es un proceso, una construcción, es una elección, un camino, un momento. Es entrar en ese estado para convertirse en otro, no en el que lucha contra el tiempo, sino en el que se deja llevar por él. Emborracharse, desconectarse del mundo para conectarse consigo. Un constante fluir de la vida.  Pensarse distinto, o de manera original para revelarse a sí mismo. Pensar con claridad, sin restricciones sensatas, liberar el espíritu creativo, contemplar las posibilidades imposibles. Con la embriaguez se produce un diálogo, se negocian cosas, se develan y guardan secretos, se establecen pactos. Percibir el todo; la felicidad momentánea, esa que buscamos a diario y se nos escapa de a poco, reír y llorar,  pelear y abrazar, cantar y callar, pensarse finito. Asustar al miedo y poner en pausa a la ansiedad. Ser libres, incluso de nosotros mismos. Hablar con la verdad, desde la honestidad pura. Transitar por los bordes, pasearse entre el atrevimiento y el riesgo. Desequilibrio perfecto. Exaltación del espíritu,  liberación completada.

La embriaguez, una estrategia de supervivencia a la que muchos recurrimos durante el confinamiento. He transitado muchas veces por este camino, algunas veces lo he recorrido lenta y pausadamente, disfrutando todos los paisajes que se me presentan en el trayecto, en otras me he ido de bruces al primer intento. Pero ahora me es más difícil, es una lucha constante entre la razón y las ganas de perderme. El efecto dura poco, es transitorio y casi intransigente. 
Construimos una imagen romántica de un posible final en el que erigimos nuestro propio y frágil refugio. Porque al caer la tarde, citando a Bukowski “Creo que necesito un trago. Casi todos lo necesitan, solo que no lo saben”

Twitter: @CDomesticada
Piedad es artista visual con maestría en
 Diseño e Innovación en EspaciosPúblicos.
Actualmente es profesor de cátedra en 
el Tec de Monterrey campus Querétaro.

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