¿Existe el instinto violento, innato, que no puede desprenderse de nuestra categoría humana? ¿Cada persona que se identifica como hombre está destinado a violentar, física o psicológicamente, a los que lo rodean?

Todos queremos ser la excepción. Muchos hombres observan los acontecimientos del pasado 5 de marzo en el estadio Corregidora, y dicen (o piensan): “yo no soy así. Yo no lo haría”.

En los días posteriores a la confrontación entre integrantes de las barras La 51 y La Resistencia Albiazul, usar una playera de Gallos Blancos se convirtió en un chevron plateado, que avergüenza a quien lo usa. Durante ese lapso, la identidad masculina expresada en la afición futbolística se cruzó superficialmente con la identidad hegemónica de lo masculino: lo violento y lo agresivo.

La construcción social del discurso deportivo satanizó al hombre aficionado al fútbol, especialmente aquél que utiliza su corporalidad e indumentaria para expresar su identidad. Las franjas negras y azules se convirtieron en sinónimo de salvajismo, del aficionado montaraz, de la desesperanza masculina.

“Yo no soy así. Yo no lo haría”.

¿Por qué se hace tan fácil definirnos a través de la diferencia? Ser “hombre” tiene muchas categorías de identidad. Juzgar al aficionado por los colores que decide usar representa una metonimia reduccionista y endeble: la categoría de lo masculino pierde su profundidad, para abrir paso al simplismo de verla (sustentada con evidencia mediática) como una entidad que repudia la pasividad.

Los estudios sobre las diversidades masculinas encuentran patrones que deben observarse con cautela. El odio hacia lo femenino, la resistencia de nuestra homosexualidad latente, la medición de la virilidad para construir nuestro valor social: todos síntomas de una problemática estructural que está desatendida y que cede su lugar al vilipendio generalizado.

Autoras como Elizabeth Badinter, filósofa francesa, afirman que las expresiones tradicionales de virilidad no son automáticamente otorgadas en el nacimiento, sino que son aprendidas. Demostrar, probar nuestra hombría se vuelve un elemento constante en la aparición de la violencia, ya sea dentro de la familia o en los espacios públicos. Badinter atinó a llamarla “alegría furiosa”: un flujo de interacciones entre el hombre y su realidad que contiene elementos distintos que, de no distinguirlos, nos arrojará al abismo de la simplicidad. La clase, la edad, el género, la preferencia sexual: elementos que construyen a los individuos y que deben, irremediablemente, tomarse en cuenta al dibujar la figura completa del hombre violento.

Si existe una manera inflexible de lo que implica para el hombre demostrar “que es hombre”, ésta se agotó desde hace tiempo. El modelo masculino tradicional está en constante declive: muchos hombres son atravesados por un proceso de identidad que pone en duda los lineamientos sociales y culturales que le fueron heredados desde hace varias generaciones. Lo sucedido el 5 de marzo, entre las barras de Atlas y Gallos Blancos, tiene una complejidad estructural que atraviesa las fibras del orden social y sus transformaciones; el hombre, en su constante proceso de identidad, queda atrapado en medio, y usa la violencia para demostrar su valor ante una sociedad que, a regañadientes, se esfuerza por transfigurarlo.

Luis Enrique Santamaría Luna es licenciado en Comunicación y Periodismo.

Actualmente, cursa la Especialidad en Familias y Prevención de la Violencia en la UAQ

riquestam@gmail.com

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