La historia de la consulta popular que se llevará a cabo el próximo 1 de agosto ha sido intensa, por decir lo menos. Desde el inicio tenía por objeto, a pesar de todas las contradicciones discursivas del presidente López Obrador, incluirlo en la boleta electoral el 6 de junio pasado. Muchas cosas han pasado desde que se formalizó la propuesta y la Suprema Corte de Justicia de la Nación instruyó modificar el ya cuestionable “¿Está de acuerdo o no con que las autoridades competentes, con apego a las leyes y procedimientos aplicables, investiguen, y en su caso sancionen, la presunta comisión de delitos por parte de los expresidentes Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo Ponce de León, Vicente Fox Quesada, Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto antes, durante y después de sus respectivas gestiones?” Hasta el francamente impresentable e incomprensible fraseo que presentó la corte: “¿Estás de acuerdo o no en que se lleven a cabo las acciones pertinentes, con apego al marco constitucional y legal, para emprender un proceso de esclarecimiento a las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos, encaminado a garantizar la justicia y los derechos de las posibles víctimas?”

La consulta o, mejor dicho, los mecanismos de democracia directa son producto de la aguda crisis de representación del sistema de partidos y de la política en general a lo largo de las últimas tres décadas; tienen por objeto complementar, ampliar y, en algunos casos, suplantar, la democracia representativa. Evidentemente existe un amplio consenso en términos de la necesidad de la participación ciudadana en el diseño de políticas públicas, y es en ese marco, que se han incrementado estas llamadas “instituciones de la democracia directa”. El problema no es el mecanismo; es, como siempre, el uso que se le da al mismo. Pareciera que los propios actores políticos que excluyen a la ciudadanía de la toma de decisiones utilizan estos mecanismos para justificar que son las y los ciudadanos quienes las respaldan.

Más allá del uso político de la consulta y de la evidente desilusión del Ejecutivo al no ser aplicada de manera simultánea al proceso electoral lo que se ha hecho evidente, entre otras cosas, a partir de la negativa de dotar al INE de los recursos necesarios para llevarla a cabo el tema de fondo es que la aplicación de la ley, al igual que los derechos, no se someten a votación en ninguna circunstancia.

En caso de existir evidencia de que las llamadas “decisiones políticas del pasado” son o pudieran ser constitutivas de delito, las autoridades están obligadas a investigar y, en su caso, aplicar la ley. La consulta nos adentra en un laberinto de prejuicios: si gana el voto por el no, la autoridad está obligada a ser omisa aún en caso de existir evidencia porque es el mandato del “pueblo”; si gana el voto por el sí, la autoridad está obligada a buscar y, si no encuentra, a fabricar evidencia que permita cumplir con la voluntad popular. Y, si no se logra una participación mayor al 40% de la lista nominal, es irrelevante porque no aplica, pero se le habrá dado legítima voz a la ciudadanía.

Poco muestra más el uso político de la consulta que los carteles que circulan con las siluetas de los expresidentes y la “decisión política” por la que se les debe juzgar, no vaya a ser que la ciudadanía tenga otra razón para juzgarlos en la cabeza.

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