Nacido (384 a. C.) en el seno de una familia rica, quedó huérfano a los siete años y sus tutores dilapidaron el fideicomiso del niño que tenía serios problemas en el habla.

Cuando alcanzó la mayoría de edad, el joven ateniense se preparó para hacer la defensa del patrimonio que sus tíos Afobos y Demofón, asesorados por un malicioso Terípido, habían derrochado.

Según Plutarco, durante el primer discurso público del imberbe disertante, la audiencia se burló por sus problemas de pronunciación. Además le criticaban su estilo, que parecía correoso, con largas frases y argumentos ásperos.

Testigos de la época cuentan que además tenía una voz débil, una elocución rara y difícil de entender, así como pulmones pequeños que hacían incompresibles sus frases y los remates perdían su efecto porque parecían carecer de significado.

Fastidiado de críticas y burlas, cuentan sus biógrafos que llevó a cabo un severo plan para superar limitaciones y deficiencias y mejorar su locución y gesticulaciones.

Trabajó la construcción de las frases, su dicción, el tono de su voz y hasta sus mímicas hasta el punto que su ahínco y su devoción, su persuasión y emotividad se volvieron proverbiales.

Para ejemplificar su perseverancia cuentan que en las tardes corría por las playas, gritándole al sol con todas sus fuerzas, para así ejercitar los pulmones. Los panegíricos que magnifican su tesón, cuentan que el sol ateniense tardaba en caer bajo el influjo de los esfuerzos del chamaco que se desgañitaba.

Tales rutinas no eran suficientes: entrada la noche se llenaba la boca con piedras y se ponía un cuchillo entre los dientes para forzarse a hablar sin re re re re repetir la erre. Más todavía: dicen que al volver a casa se veía frente a un espejo para mejorar su postura y sus gestos.

En ese ejercicio tuvieron que pasar meses y años, antes de que reapareciera de nuevo ante la asamblea, defendiendo con éxito a un hombre cuyos ingratos hijos querían despojarle de su patrimonio.

Algunos historiadores griegos como  Constantine Paparregopoulus, sostienen que fue alumno de Isócrates, pero  Cicerón, Quintiliano y el biógrafo romano Hermipo, afirman que fue alumno de Platón.

Lo que podría ser casi seguro es que Aristóteles, Teofrasto y Xenócrates figuraran como sus profesores. Sin embargo, todas estas afirmaciones, hoy en día, son puestas en duda.

La versión más aceptada es la de Plutarco, quien asegura que se convirtió en alumno de Iseo, otro orador ático; aunque en esa época Isócrates tenía una afamada escuela y pudo ser su mentor, aunque el monto de sus honorarios era demasiado alto.

Sin embargo, no se sabe si los relatos de superación son verdaderos o meras anécdotas, utilizadas para ilustrar la constancia y determinación de un intelectual que es considerado como el más grande orador de la historia. Su lucha como político ha quedado en pergaminos y bibliotecas, pero sus hazañas como orador estremecieron a sus contemporáneos, así como su muerte trágica.

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