Los holandeses poseen una proverbial facilidad para la comprensión de cualquier lengua. Sus antepasados, junto con los flamencos, eran expertos comerciantes y viajaban por todo el mundo.

Así que la aptitud les viene natural, en la sangre, en la vocación. La habilidad para entender otra lengua y luego la destreza para dominarla, investigarla y rescatarla, se convirtió más que en una aventura cultural fascinante, en un arte.

Hace unos días, durante la presentación del diccionario otomí-español de Ewald Hekking (producto de 31 años de trabajo), el autor dijo: “…antes había aprendido holandés, francés, italiano, inglés, alemán, griego, pero nunca había escuchado una lengua tan bonita; desde aquel día quise conocerla y aprenderla”.

Mi primer contacto con él fue a través de un amigo suyo que lo recomendó para dar un diplomado sobre lingüística en la UAQ. En 1981 tomamos el curso seis o siete personas, a quienes se nos dificultó mucho la materia, más cuando el maestro se detuvo en el tema del estructuralismo. No entendimos nada. Al menos yo no entendí nada.

Luego de esa experiencia viajé a Europa para formalizar una invitación de la universidad (en donde quien esto escribe fungía como director de Extensión Universitaria) a un académico que en sus incursiones queretanas se había asomado a las comunidades en las que se habla otomí (luego aprendimos por el maestro que el verdadero nombre de la lengua es Ñhäñho).

Me recibió en el puerto de Ostende y recorrimos algunas de las más bellas ciudades belgas. Días después conocí la casa de sus padres en un poblado rodeado de hermosos canales, cerca de Zoetermeer (una especie de ciudad dormitorio), desde donde viajaba el lingüista tres veces a la semana a La Haya para dar clases de español a un grupo de pensionados.

Luego viajamos a Delft (el hermoso pueblo en donde se fabrica una incomparable cerámica con grabados azules y en donde nació y vivió el gran pintor Johannes Vermeer), paseamos por Ámsterdam, escuchamos un inolvidable concierto de órgano en Rotterdam y en París nos despedimos para vernos de nuevo en Querétaro, en donde empezó a trabajar en el recién creado Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios.

Era el comienzo de una etapa en la que se privilegió el nacimiento de la extensión y la investigación universitaria. Ese sería el gran aporte como rector de Mariano Palacios Alcocer, un hombre visionario que dotó de modernidad a nuestra casa de estudios, impulsando dos pilares básicos para complementar la docencia.

Hoy ambas funciones sustantivas, tres décadas después, se han consolidado de manera extraordinaria. En la actualidad, la UAQ es una universidad seria y reconocida, que transitó del Colegio Civil a un campus digno y espacioso, entonces concentrada aún en la enseñanza tradicional.

Pero volvamos a Ewald Hekking, el holandés que fue cautivado por una lengua de múltiples matices guturales.

Merecido el homenaje que le ha hecho la UAQ por la labor de investigación y difusión del otomí durante poco más de 30 años. Su principal producto es un diccionario bilingüe otomí-español que consta de tres tomos.

Para ello contó con la colaboración de varios ayudantes, entre los que destaca Andrés Severiano de Jesús, quien ha trabajado con el maestro desde el principio de esta gesta antropológica.

El gran mérito del holandés es haber rescatado el otomí de Querétaro que estaba en peligro de extinción. Para ello, el lingüista tuvo que viajar miles de veces a comunidades de Tolimán y Amealco y dedicar miles de horas en conversaciones con sus “informantes” y escribir y pronunciar y traducir cada una de las 40 mil palabras reunidas en mil 500 páginas.

Todo empezó en un curso que nadie comprendió y en el primer viaje que hizo a Santiago Mezquititlán. Ewald Hekking, holandés errante entre poblados y hablantes de una lengua que parece brotar de la garganta misma de Dios.

Escritor, periodista y analista político

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