Teresa González presume el traje otomí que usará mañana cuando en el Museo Nacional de Antropología, Raúl Cervantes Andrade, procurador General de la República, le ofrezca una disculpa pública y reconozca su inocencia al igual que la de su cuñada Alberta Alcántara y a Jacinta Francisco. Con sus dos manos apenas puede sostener la capa negra con bordados de colores, la falda blanca y tableada, y la blusa color verde agua que muestra a su esposo.

Pero la sonrisa se borra de su rostro al reconocer que “esta victoria legal no me devolverá los tres años que pasé en prisión, quién nos recupera todo el tiempo que perdimos con nuestra familia, el sufrimiento económico y sicológico, más con nosotras que eramos dos, mi cuñada y yo.

“Quién me va a quitar la zozobra cuando escuche que tocan la puerta y tenga miedo de abrir porque a lo mejor no es un cliente que necesita jitomate, cebolla, mango, manzana o cualquier cosa que venda, sino que sea un policía que me lleve de nuevo a la cárcel.

“También temo que después de que la procuraduría se disculpe haya represalias, el miedo sigue ahí, esperemos que al reconocer que estuvimos injustamente, no hagan nada en nuestra contra, porque nos preocupa lo que le puedan hacer a mi familia. Claro que la disculpa da gusto, por fin ganamos una, fue escuchada nuestra voz, pero también el miedo de ir ahí y pensar: ‘Sí voy, ¿a poco voy a regresar?’”, señala.

Cuando Teresa y Alberta salieron de la cárcel les costó adaptarse a la libertad. La primera semana la pasaron encerradas en su casa por el temor de que los vecinos hicieran preguntas o las señalaran como secuestradoras: “Nuestra reputación se fue hasta el suelo”, dice la mujer de 32 años.

“Esta disculpa servirá para que todos sepan que fue una mentira y que jamás cometimos el delito por el que nos acusaron. Estar en la cárcel me dejo marcada, ya lo pasé una vez y nadie me asegura que no sucederá de nuevo, ves a los policías y crees que te van a detener aunque no sea así, todavía tengo pesadillas, sueño que llegan agentes y me llevan a San José El Alto [Cereso], o que estoy pasando lista en la cárcel, sueño que estoy en Santiago y llegan y nos llevan; que [policías] traen sus armas. Por eso le pediré al procurador que esta situación no se repita, no sólo con nosotras sino con otras víctimas que están pasando por lo mismo”.

Pese al miedo, Teresa trata de seguir: “Todos los días me levanto, sin necesidad de un despertador, mi reloj interno me dice que es hora de alistar a mi hija para que vaya a la escuela y se prepare para cumplir sus sueños. Después, Gabriel [esposo] y yo nos vamos al invernadero, en donde sembramos brócoli para desinfectar el suelo y así crezca jitomate. A las 11 almorzamos y luego Gabriel va a recoger a nuestra hija, yo hago la comida. Aquí siempre hay algo que hacer, si no es comida, en el invernadero, lavar, ayudar con las muñecas que mi esposo va a entregar a Balderas, ahí en la Ciudadela o me pongo a bordar en punto de cruz, uno tiene que buscar la forma de salir adelante”.

Gabriel Alcántara luce contento por el acto que encabezará el procurador federal, aunque admitió que la herida en su mujer sigue abierta: “Cada que habla del tema es como si le picaran una cortada, ella queda agotada, todavía tiene pesadillas, lo único que podemos hacer es apoyarla y hacerla sentir que todo va a estar bien”, relata.

Para la familia Alcántara lo ocurrido fue un doble golpe, Gabriel no perdió sólo a su esposa, sino a su hermana,  quien en 2006 tenía 27 años. Alberta se  encuentra enferma durante la visita de EL UNIVERSAL. Sale un momento de su habitación, abrigada de pies a cabeza porque tiene una afección en los bronquios y le cuesta trabajo hablar, apenas alcanza a balbucear: “Estoy expectante por la disculpa pública que ofrecerá la PGR, siento nervios y miedo porque me viene a la mente lo que pasó hace 10 años”.

“El acto en sí representa un triunfo para mí y mi familia, para mi comunidad, para la lucha indígena. Quiero que más mujeres y hombres indígenas vean la disculpa y sepan que tienen derechos, quiero que se les ayude a otras víctimas que están pasando por lo mismo que yo pasé”.

Alberta no sabe si su salud le permitirá regresar en las próximas horas al tianguis de Santiago Mexquititlán, donde habrían ocurrido los hechos: “Hoy sigo vendiendo en el mismo mercado donde pasó el supuesto secuestro. A veces tengo miedo, pero no hay de otra, de aquí somos y de esto vivimos, vendemos muñecas, servilletas, manteles y jitomate. Espero que el procurador se comprometa a que nadie más vuelva a pasar por lo que pasamos”.

En el patio del único terreno que no vendió la familia Alcántara para pagar a los abogados, se puede ver a Jazmín, la hija de Tere y Gabriel, quien nació en la prisión hace ocho años. La pequeña cursa el segundo de primaria y le gustan las matemáticas. “Ella sí sabe que estuvimos en la cárcel, que nació ahí, quizá haya sido lo más difícil que me tocó vivir”, comenta Teresa.

“Él [Gabriel] dice que uno no sabe por qué pasan las cosas, quizá si no me hubieran encerrado, no sería mamá”. Hasta antes de ello lo habían intentando si conseguirlo.
Con preocupación cuenta que fue en la escuela que le dijeron a Jazmín que había nacido en una cárcel: “Eso es lo que no me gusta, ella no pidió nacer ahí, es muy feo que a su corta edad tenga que soportar eso. Mi esposo me dice que sólo le explique que yo soy inocente, más grande ella entenderá”.

Pese a lo vivido Tere no pierde el ánimo. En la cárcel, además de ser madre, terminó la secundaria: “Lo más importante es que se escuche nuestra voz, esta disculpa es una victoria dedicada a todos los que nos apoyaron. Por fin vamos a cerrar esta etapa de lucha”.

Jacinta Francisco pasa la mayor parte del día en la paletería que lleva por nombre Jacimemo, ella coincide en que la disculpa pública no le devolverá el tiempo que perdió con su familia: “Nunca estaré contenta porque la reparación del daño no me regresa el tiempo que no estuve con mi familia”. En septiembre de 2009, al ser liberada no quería saber nada de la PGR o de la prisión, sino retomar su vida, pero un accidente en el que perdería la vida uno de sus hijos le dio el valor y coraje para exigir al Estado una disculpa y la reparación del daño.

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