Aquella noche mataría a Ernesto, su pareja. Le cosería el pecho con 40 puñaladas a ese taxista que, aunque tenía esposa y dos hijas, también vivía junto a Itzel desde hace ocho años. Lo asesinaría porque, a pesar de no ser transexual como ella, nunca dejarla penetrarlo y decirse muy macho, la engañaba con otro hombre.

Eran las 23 horas de un viernes de junio de 2007. Itzel estaba parada, esperando cliente, en una esquina de calzada Ignacio Zaragoza. Lucía un diminuto vestido blanco que dejaba entrever sus pechos crecidos a fuerza de hormonas y sus nalgas moldeadas con biopolímero. Al lado se hallaba su compañera transexual sexoservidora Lupita que, una vez más, le dijo:

—No seas pendeja, tu marido anda con un hombre y le gusta la verga.

—Chinga tu madre, cállate — le espetó creyendo que le repetía lo mismo ansiando separarla de Ernesto.

—Si quieres te llevo para que abras los ojos.

—Vamos, pero si no es cierto te doy una madriza.

Lupita aceptó y, al instante, abordaron un taxi. Al arribar a su destino vieron estacionado el Tsuru de Ernesto. Itzel le pidió a su amiga que se fuera, abrió sigilosamente la puerta del departamento que rentaban y, al entrar a la recámara, encontró a su pareja desnuda recibiendo estocadas sexuales de otro hombre.

Ambos la ignoraron y siguieron su ritual erótico. Itzel salió llorando a pararse de nuevo en la Zaragoza. Intentó trabajar, pero no pudo: se sentía humillada, traicionada. De ahí que mejor fuera a comprar crack, cigarros y una botella de anís, que empezó a beber con desesperación.

Al regresar a su departamento, Ernesto ya no estaba. Decidió esperarlo en la sala, al tiempo que, con cada bocanada de crack y cigarro, revivía la infidelidad. A las 3 de la madrugada al fin volvió su pareja, quien, al observarla, le preguntó:

—¿Y ahora qué?

—Ven, dame un beso.

Cuando Ernesto se acercó a besarla, Itzel le sumergió un cuchillo en el pecho. Luego se le abalanzó y, poseída por una mezcla de amor, odio y satisfacción, comenzó a descargarle 39 puñaladas más mientras toda su ropa se teñía de rojo. Entre lágrimas presenciaba como, a los 36 años de edad, se apagaban aquellos ojos enmarcados por amplias pestañas que la habían cautivado tanto.

Transcurridos 15 minutos, subió el cadáver de Ernesto al Tsuru y condujo rumbo a la agencia44 del Ministerio Público. Al llegar, caminó hacia el encargado , quien no pudo ocultar su sorpresa al verla ensangrentada.

—Acabo de matar a un hombre. Está afuera en un auto blanco. Tenga las llaves y el cuchillo—, dijo Itzel.

Una vez corroborado el hecho, la metieron sola a un separo. Si bien la mayoría de policías le guardaba cierto respeto por entregarse, en algún momento un judicial fue a golpearla. No únicamente le propinó violentos puñetazos, patadas y cachazos de pistola, sino que la ofendió a causa de su preferencia sexual y le escupió la cara. Itzel soportó en silencio porque pensaba que lo merecía.

Esa fue una prueba de lo que viviría, durante ocho años, al ser trasladada al Centro de Readaptación Social Varonil de Santa Martha Acatitla, donde se infectó de VIH y, asegura, conoció el infierno.

***

Aunque Itzel nació en Querétaro, en 1973, su infancia transcurrió en Chiapas. Tiene cinco hermanos: cuatro mujeres y un varón. Desde los seis años se sentía en un cuerpo equivocado. Por eso actuaba muy femenina, a escondidas se ponía brasieres rellenos de esponja y, su primera experiencia sexual, fue en segundo de primaria con un soldado de 23 años.

Pese a que en la escuela advertían su inclinación, nunca fue agredida y sus compañeros la querían mucho. Sin embargo, en su casa sus padres la regañaban y le pegaban por “retorcido”. De hecho, intentaron obligarla a tener novia para hacerla “cabrón”.

Dicha situación la orilló, a los 13 años, a huir de casa. Aquel día pidió un raide a un trailero, quien la llevó hasta la Ciudad de Méxicoa cambio de sexo. Al llegar durmió en la calle, comió desperdicios y, para sobrevivir, empezó a dedicarse al sexoservicio.

Su nuevo empleo le brindó los ingresos para hacerse de pechos y amplias nalgas. Aquel cambio le permitió ganar, a los 23 años, el segundo lugar del concurso de belleza transexual Rostros de los Noventa Hot Love Estado de México. Esa distinción le ayudó a sentirse a gusto con su cuerpo.

Alistó una foto de la premiación y, luego de 10 años de ausencia, resolvió visitar a sus papás. Deseaba que al fin la aceptaran. Sus familiares quedaron estupefactos con su transformación física. Una de sus hermanas la abrazó y felicitó por su reconocimiento, pero sus progenitores la echazánaron.

Actualmente ve poco a sus padres; no está dispuesta a que le vuelvan a arrebatar lo que tanto le ha costado recuperar: la seguridad en sí misma.

***

La observo atentamente. Itzel está, en su cuarto, maquillándose junto a su perra. Se esmera en cubrir la herida en su frente, derivada de un puñetazo con un anillo que, ocho días antes, le propinó un transeúnte.

Ttambién trata de tapar la cicatriz en una mejilla que, hace cinco meses, le generó un sujeto con una botella al salir de un bar. Ambas agresiones, afirma, fueron por ser transexual.

A su alrededor hay un enorme carrete de cable eléctrico, que funge de mesa, ropa sucia, restos de comida e imágenes tanto de Cristo como de la Santa Muerte. La puerta de su habitación es un colchón, a la ventana sin vidrio la tapa una cobija, el piso es de tierra y, en el techo desgastado, asoman algunas varillas.

Itzel, quien es delgada, morena y de corto cabello ondulado, ya terminó de arreglarse. Porta blusa sin mangas, pantalón ajustado y botas.

Ahora sí: prende un incienso a la Santa Muerte y, antes de irnos, se despide de sus amigas Zuleima, Karen y Paulette, que rentan en la misma casa de Nezahualcóyotl.

Son las 20:30 horas de un miércoles de abril. Al arribar a la calzada Ignacio Zaragoza, donde Itzel trabaja desde hace 22 años, advertimos que las demás sexoservidoras transexuales aún no han llegado.

Decidimos sentarnos en el estacionamiento de un Soriana a conversar sobre su experiencia en prisión.

—¿Recibiste un trato digno de las autoridades penitenciarias?— le pregunto a Itzel.

—Jamás—, contesta. Me gritaban, golpeaban y humillaban por ser transexual. Sólo mi psicólogo y abogado de oficio me trataron bien. Cuando llegué al penal los custodios me raparon, desnudaron, nalguearon, apretaron los senos y, burlándose, decían: “Eres niña con pito”. Además, el tiempo que estuve presa varias veces me violaron y obligaron a hacerles sexo oral.

—¿Crees que en las cárceles existen las condiciones adecuadas para albergar transexuales?

—Donde yo estuve, no. Faltaba generar sanitarios, regaderas y, en general, una zona exclusiva de homosexuales. Lo cual daría privacidad para que otros internos no nos ofendan, agredan, amenacen o violen.

—¿Cómo suele ser la relación entre la comunidad transexual?

—Aunque nos ayudamos, hay envidia por ropa, maquillaje, parejas o quién es más atractiva. Esto provoca discusiones, golpes y picadas.

—Se dice que muchas transexuales son obligadas a prostituirse…

—Sí, adentro hay personas muy pesadas que te ordenan meterte con quienes pagan por nuestro servicio.

—¿Ustedes qué ganan a cambio?

—Sólo protección para no ser molestadas. Pero no dan ni un peso.

—¿Y si se niegan a colaborar?

—Te pegan, pican o traen de encargo. Y como les sueltan dinero a custodios y comandante, pueden hacer lo que quieran.

Finalizamos la charla y caminamos a lo largo de la calzada Ignacio Zaragoz. Mientras, Itzel se va deteniendo a saludar a sus compañeras transexuales que ya están en esquinas o afuera de hoteles.

Muchas platican entre sí mientras comparten su Caña de Oro, Tonayán, Anís Mico o, en su defecto, un cigarrillo de mariguana.

Todas ostentan atuendos provocativos que resaltan sus implantes o cuerpos inyectados: pequeños vestidos pegados, ligueros, bodystockings transparentes, tangas, escotes pronunciados, zapatillas.

Las más atrevidas hasta llevan los senos de fuera. Además lucen maquillaje excesivo para feminizar su rostro, así como cabello pintado, planchado, rizado o con extensiones.

Y, como plus para atraer clientes, sonríen, lanzan besos, hacen gestos sexuales o se contonean sensualmente. Algunos transeúntes, conductores y usuarios del transporte público las ven detenidamente. Quienes se animan a contratarlas se desfogan en hoteles, autos, debajo de puentes, calles oscuras, junto a árboles o en cortinas de negocios cerrados.

Existen clientes que solicitan fantasías especiales: recibir orina, excremento o semen en la cara; practicar tríos con sus novias o esposas; golpear o ser golpeados; llevar lencería femenina para que ellos o las transexuales se pongan; utilizar juguetes eróticos; ser penetrados; o, en el caso de un señor que paga muy bien, ir a su casa con la intención de meterse a un ataúd a tener sexo.

En la esquina donde Itzel se pone ya están esperándola Zuleima, Karen y Paulette. Tienen poco trabajo.

De ahí que cuando pasan clientes potenciales Itzel se les acerca, les restriega nalgas y pechos, se deja acariciar, los toquetea y, sin que se den cuenta, les quita dinero, cadenas, carteras, esclavas, celulares. De hecho, en Zaragoza es la sexoservidora más hábil para esta actividad.

—Me volví mañosa desde los 20 años—, me dice en algún momento.

—Yo aprendí esto viendo a las demás compañeras. Por eso varias caen a prisión.

—¿A dónde van a parar las cosas que obtienes aquí?

—Las guardo y, cuando no tengo dinero, las vendo.

—¿Qué es aquello de más valor que has conseguido?

—Hace nueve años subí a una camioneta por un servicio de 400 pesos y, al bajar, descubrí que traía 20 mil en una bolsa negra que agarré.

—¿Te han sorprendido hurtándo a tus clientes?

—Sí. Y me han golpeado, intentado atropellar o hasta balaceado, pero gracias a Dios no me han dado. Igual me han mandado a los separos, donde pago rápido para salir y no me lleven al penal.

Mi reloj marca 1:30 horas. Decido que es tiempo de irme para no ahuyentar a los clientes.

***

Itzel me presentará a sus amigas Paul y Randy. Las tres comparten una vida marcada por la transexualidad, el sexoservicio y la discriminación. Aunque existen diferencias, en ciertos pasajes sus historias se complementan o son una calca.

Ellas provienen de familias de escasos recursos y entraron a la prostitución para obtener un ingreso, o para incrementarlo. Todas descubrieron su inclinación sexual desde la infancia. A Randy la apoyaron en su casa, pero Paul, lo mismo que Itzel, ha enfrentado el desdén familiar.

Ninguna cuenta con pareja. Itzel se dice feliz así, porque no la buscan por amor, sino para que les lave, planche, mantenga y satisfaga sexualmente.

Randy, desde que abandonó la prostitución hace 15 años, eligió estar sola como proceso de sanación. A su vez, Paul nunca ha gozado de alguien estable, a causa de su carácter variable e iracundo.

Pese a que Randy no, sus dos amigas sí han deseado tener un hijo. Itzel, para conseguirlo, engendró un niño con una mujer que no quería y que, al final, se fue sin permitirle conocerlo.

Años atrás Paul intentó adoptar legalmente, pero por ser transexual le pusieron múltiples trabas y rechazaron su petición.

***

—Quiero inyectarme como todas para traer las nalgas grandes—, le dice Randy a su amiga Cristina.

—Tu cuerpo es muy bonito, no lo necesitas—, contesta.

—Pero lo deseo.

—Ya que insistes, acaba de salir un aceite mineral que no duele y aumenta el volumen inmediatamente—, le sugiere Cristina.

Dicha sustancia, además, era económica, la vendían libremente en farmacias y, en aquel año de 1988, entre las transexuales se utilizó mucho. De tal suerte que, a las 19 horas de un sábado de marzo, Randy arribó a casa de su amiga donde ya la esperaban jeringas y el aceite mineral.

—¿Estás segura de hacerlo?

—Sí, no me voy a arrepentir.

—Entonces desnúdate y acuéstate en la cama.

Randy obedeció. Acto seguido su amiga empezó a inyectarle un litro de aceite en las nalgas; luego de una hora, concluyó.

—¿Te sientes bien?

—Sí, perfectamente. No me dolió nada—, responde.

Randy se levantó y caminó hacia el espejo; contenta, vio sus nuevos glúteos, más frondosos.

—Te crecieron demasiado, creo que fue mucha cantidad— le dijo su amiga Cristina.

—Pues ni modo, ya está adentro.

Randy se vistió y se marchó motivada para la sesión que, días después, harían en sus caderas. Al llegar a su casa se bañó, se puso un vestido entallado, se maquilló y se fue a bailar a la disco gay Spartacus.

Iba feliz, ignorando que le brotarían úlceras y que debería utilizar bastón para caminar.

***

Desde los 25 años de edad Randy (Ciudad de México, 1963) inició su transformación corporal: tratamiento hormonal, implantes de busto, vaginoplastia. Acudió a una clínica autorizada, donde primero le hicieron estudios psicológicos y médicos con el fin de saber si era candidata a recibir dichas intervenciones. Luego la sometieron a terapias paulatinas para ver cómo iba reaccionando su cuerpo.

Pese a que a Randy le resultó efectivo, pocas transexuales pueden cubrir los altos precios de las clínicas autorizadas. De ahí que muchas se arriesguen a ir a sitios clandestinos, donde el costo y garantía es menor.

Igual existen quienes se automedican, por ejemplo, anticonceptivos como sustitutos de terapias hormonales, o aceite Nutrioli, Mennen o de avión, para ampliar glúteos.

El aceite mineral que Randy se inyectó sin supervisión médica llegó hasta sus piernas, subió a su espalda y se endureció.

Al experimentar molestias, buscó a un cirujano plástico de inmediato; en múltiples sesiones, extrajo gruesas capas del material dañino. Tuvo que reposar medio año recostada boca abajo porque, durante las operaciones, también se iba piel y músculo.

Quienes no cuentan con ayuda médica a tiempo sufren de enormes úlceras, infecciones, invalidez permanente, amputaciones, deformaciones o mueren.

Con todo, Randy asegura no arrepentirse de nada. No le ve el caso.

***

Llegamos en auto a las oficinas donde Randy trabaja como secretaria. El vigilante nos dice que se fue hace dos minutos en el último micro que pasó en avenida México, Nezahualcóyotl.

Vamos tras ella porque desconocemos la dirección de su casa. Manejo esquivando carros, camionetas, combis. Logramos acercarnos y, cuando el micro realiza una parada, Itzel aprovecha para correr a llamarla.

Randy viene feliz de ver a su amiga luego de diez años y, al mismo tiempo, desconcertada por la forma de abordarla. Es de cabello ondulado y tez clara, porta pants holgado y playera de manga larga.

Sube al auto con cierta dificultad, ya que utiliza bastón para caminar y apoyarse. Al avanzar le explicamos que quiero escribir sobre sus intervenciones físicas y consecuencias. Acepta.

Está adolorida porque, ayer jueves, el médico le practicó otro raspado con bisturí en las caderas, para quitar los residuos de aceite mineral que, en su momento, no extrajeron. El material formó capas delgadas que, hace pocos meses y por una bacteria que se propagó, le empezaron a ulcerar la piel. Eso la incapacitó parcialmente hasta que cicatricen las heridas.

A las 18 horas nos estacionamos afuera de la casa de Itzel, quien se va a comer mientras converso con Randy. Una de las dudas que me surgen es por qué abandonó el trabajo sexual:

—Me aburrí de esa vida difícil y peligrosa. Igual dejé drogas, alcohol y ciertas amistades. Lo hice por mi tranquilidad y porque no siempre se tiene la juventud para seguir en ese rollo—, mencionó Randy.

—¿Has sido objeto de discriminación por tu enfermedad?

—Aunque yo no, sí muchas que siguen en el sexoservicio. Incluso las mismas compañeras transexuales les dicen: “Pinche coja”, o “podrida”.

—¿Es frecuente que las transexuales que están en la prostitución sufran alguna discapacidad?

—No, pero sucede debido a agresiones tanto de gente homofóbica como de clientes a quienes, quizá por necesidad, les roban. Y, por inyectarse, no todas padecen discapacidad sino que mueren antes.

—¿Por qué es tan complicado encontrarlas ofreciendo sus servicios?

—Porque pocas permanecen en la prostitución. Varias trabajan en tianguis, cocinas de alimentos, locales de ropa o estéticas de belleza. Muchas están solas y se cuidan a sí mismas.

—¿De qué manera viven quienes aún se dedican al trabajo sexual?

—La mayoría con demasiada pobreza, preocupándose a diario por la comida. Pero así como entre nosotras hay discriminación, también existen algunas muy humanitarias que tratamos de ayudar en estas situaciones.

—¿Y tú cómo le haces para sobrevivir y atenderte?

—Acudo a una clínica privada porque no tengo seguro médico. Pese a que en ocasiones me las veo difícil, intento salir con el sueldo que gano.

—¿Es sencillo que las clínicas del sector público las reciban?

—No, la primera vez que me extrajeron aceite fue en el Hospital General de México. Pero hubo muchas a las que no quisieron atender. Es cuestión de suerte.

Es hora de que Randy tome sus antibióticos y cambie sus gasas. Así que, al concluir la charla, la llevamos de inmediato a su hogar, donde vive al lado de su hermana.

***

Ahí está Paul (Guerrero, 1947): rodeada de plantas y sentada bajo una palapa que construyó en la banqueta de su casa. Es alta y robusta.

Ostenta captan hindú azul marino, el cual resalta su piel blanca; tiene un turbante negro alrededor de su cabello pintado de rubio, varios anillos en sus manos de largas uñas esmaltadas de plateado, y gastados zapatos zuecos que se quita para descansar sus pies sobre un tabique.

Aunque son las 13 horas y acaba de levantarse, se ve debilitada. Estuvo acostada hasta tarde porque tiene gripe, tos y diarrea, generada por comer mangos un tanto podridos. Además, la gota y la hernia discal lumbar que padece le producen fuertes dolores. Igualmente sufre depresiones, que no sólo la orillan a llorar y desear suicidarse, sino a consumir Clonazepam para relajarse y dormir.

Vive sola en la casa que fue de sus padres. Sus hermanos la relegaron por transexual y sexoservidora. Sólo goza de la compañía de sus seis perros que, ahora, están en su regazo y a su lado. Por ello, que se arrepienta de haberse hecho la vaginoplastia, ya que no pudo engendrar al hijo que tanto anhela para mitigar su soledad. Tal vez por eso a diario sale a su palapa a ver pasar el tiempo, dice.

Pese a que se jubiló en la Secretaría de Salud, su pensión no le alcanza para todos sus gastos. De manera que vende perfumes en prostíbulos; ofrece a clientes ocasionales sus servicios sexuales; recoge fruta, verdura y comida en mercados; pide a transeúntes alguna moneda; recolecta latas, plástico y cartón; y hace limpias, lee cartas e interpreta sueños a cambio de una cooperación voluntaria.

Es sábado. Itzel y yo estamos por llegar a visitarla.

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