A sus 61 años, Rosa María tiene casi 40 dedicados al trabajo sexual. Pasó de estar en la Alameda, a Río Ayutla y tiene un par de décadas en la calle Cuauhtémoc, donde no compite con las jóvenes.

Nunca tuvo padrote, ni nadie que le cobrara por trabajar. En sus mejores épocas ganaba hasta mil 500 pesos por día, “mil 500 pesos de los de antes, con todo lo que se podía hacer con ese dinero”. Ahora sólo tiene un cliente fijo y lo más que puede cobrar son 200 pesos.

No sabe cuánto tiempo más se dedicará a esto, pero no tiene muchas opciones. A veces prueba trabajar de mesera, pero eso le deja 100 pesos por todo el día, más propinas, también intenta limpiar casas, pero cuando mucho gana 200 pesos, así que siempre regresa a la calle.

Sobre Cuauhtémoc trabajan 15 mujeres, que se paran en esa calle a la hora que quieren, porque no hay reglas. La más joven es una chica de ojos verdes, de 24 años, pero las demás “son señoras”, de más de 30 años, que prefieren ese lugar más tranquilo, porque en el río, en Universidad, hay mujeres más jóvenes.

“Cuando alguien viene a buscar y preguntan por muchachitas los mandamos al río o a la Alameda, aquí no hay muchachitas, aquí sólo hay señoras y somos pocas”, dice.

A ellas les rentan las habitaciones por un rato a 50 pesos en la posada que esta sobre esa misma calle, pero si llegan parejas de otros lados les cobran 70 pesos.

El dueño de la posada sale de vez en cuando a saludarlas, a platicar, pero cada quien se ocupa de su negocio.

Rosa no tiene problema en contar su historia. Su familia y sus hijos saben a qué se dedica. Con ese trabajo los mantuvo y hasta la fecha vive con el más joven, que a veces la acompaña hasta la calle.

Su familia sí estaba chapada a la antigua. Sus padres tuvieron ocho hijos, sólo un hombre, pero ella se crió con su abuela, porque su mamá siempre trabajó. Rosa no tuvo una niñez “muy sufrida, pero sí muchas carencias, mi abuela no sabía cómo le hacía, pero ella siempre nos daba de comer”.

Apenas terminó el tercer grado de primaria, antes no les exigían estudiar más. Ni hablar de cursar una carrera o buscarse una profesión. Más grande empezó a laborar de sirvienta, buscaba casas para limpiar.

“Pero siempre hay algo. Entré a trabajar a un restaurante, de mesera, ahí iban los piperos, los de las pipas de gas y me enamoré de un chavo, un vecino, me fui con él, viví con él, pero lo dejé porque yo tenía 16 años y me pegaba, me insultaba y me volvieron a recibir en mi casa, empecé a trabajar aquí y allá me di cuenta de que había personas que pagaban por esto y así empecé”, narra la mujer.

Cuando se inició en el trabajo sexual y empezó a ganar bien su mamá le preguntaba de dónde sacaba el dinero. “Yo le decía: ‘Es que me fue bien en las propinas, hoy también me fue bien y así conocí a un señor, que yo veía desde chiquita, tuve una relación con él y tuve mi primer hija, era un señor mucho, mucho, más grande que yo, tenía 21 años’”.

Con la bebé en brazos en aquella época, todavía agradece que “mi mamá me recibió, pero yo empezaba a salir, a tomar, a llegar tarde, a no llegar, así que mi mamá me corrió, pero no me dejó a mi niña”.

Después de que su primera hija quedara en manos de la abuela materna, Rosa decidió trabajar en la Alameda. Tenía 22 años apenas. Al principio le fue mal, “porque no sabía ni qué onda”.

En la Alameda conoció a la Cuerva, una mujer que tenía muchos años ahí y aunque no les cobraba por trabajar, sí ordenaba las cosas.

“En ese entonces yo no sabía nada y hubo ocasiones en que hasta la señora me pegó, porque yo no sabía, pero nunca me cobró, jamás he tenido gente así, ni padrotes, ni nada, nadie que me cobre”, dice con orgullo.

A algunas de sus compañeras les pasaron cosas feas. Se las llevaban, les pegaban y las dejaban lejos. A ella no y su experiencia más fea fue cuando aceptó un trabajo en una casa y un muchacho no la dejaba salir. “Le hablé a mis compañeras, abusó de mí hasta que deseó, tuvo que llegar hasta la policía. Tiene rato que pasó, desde que estaba yo en el río, ahí en Universidad y ya tiene un buen rato”, recuerda.

Por lo general Rosa tiene experiencias menos feas, lo más común es que la gente la ve diferente, sin saber que a veces las trabajadoras sexuales “somos mejores personas que otros, porque nosotras siempre nos ayudamos, no nos juzgamos, esto es trabajo”.

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