Qué cosa espléndida, incomparable, sigue siendo la película Amadeus, dirigida por Milos Forman en 1984. El hilo conductor de la trama es como sigue: Antonio Salieri, el gran músico italiano, viejo y derrotado por la vida, intenta suicidarse cortándose las venas del cuello mientras pide perdón por un homicidio cometido por él, muchos años antes. La escena ocurre en Viena en 1863, en el asilo de lunáticos en que se encuentra confinado. No logra su cometido y al volver en sí, un sacerdote joven se acerca a confesarlo. Todo el filme gira sobre esta conversación que dura muchas horas y se entrelaza con escenas que nos regresan al pasado, a los encuentros de Salieri con Wolfgang Amadeus Mozart, uno de los mayores prodigios de la historia.

El actor F. Murray Abraham, que personifica a Salieri, se enfrenta al confesor y le dice: “Padre, usted no comprende. Si Dios quería que yo alabara su creación mediante la música, si insufló en mi alma el deseo de cantar su gloria, ¿por qué me privó del talento que desperdició en esa criatura?”

La criatura era Mozart. Quizá el más grande talento de la música: un niño que se sentaba frente al piano y convertía al instrumento en parte de su cuerpo, una extensión de su mente, para sacarle todo el ritmo, la alegría, la fuerza escondida en cada tecla, en el alma de las cuerdas.

La mayor frustración no nace del deseo imposible de llegar a la meta más alta cuando se vive con carencias: la pobreza, la desnutrición y la ignorancia no engendran grandes ambiciones. El triunfo es ambicionado por los que luchan, llegan temprano a trabajar, se esfuerzan cada día, se empeñan con disciplina, se buscan la vida con ganas. Y a pesar de eso, no alcanzan lo que pretenden. El horizonte siempre está más allá. Los premios son para otros. Los talentos pertenecen a las criaturas. Es duro. Por eso Borges le reclama a Dios su ceguera en el “Poema de los dones”, y se pregunta qué sentido tiene la ironía de darle a la vez los libros y la noche.

“Talento” es una palabra derivada del griego “talanton”, que significa balanza o peso. Era una unidad de medida monetaria en la antigüedad. En el Nuevo Testamento (Mateo 25) se emplea el vocablo para referirse al dinero que un amo dejó a sus siervos cuando salió de viaje, y comparó a su regreso los dividendos que ese capital había generado.

En el sutil devenir de la historia del lenguaje, un talento es ahora un don, una fuerza especial, la intuición que seres especiales tienen para las artes, la invención, los trabajos creativos, las relaciones humanas y otras áreas en donde se requiere algo más que la disciplina y la destreza. Cuántos quisieran tener talento para multiplicar su fortuna, hacer amigos para siempre, componer música inolvidable, conquistar a los demás y transformar su entorno.

Esa semilla mágica tiene que caer en buena tierra, de lo contrario muere. Para crear un Charles Chaplin se necesitó del mundo de las carpas inglesas donde creció el chiquillo haciendo reír a sus compañeros de farándula. Steve Jobs asistió a clases de tipografía en una de las mejores universidades del mundo. Si Chaplin hubiera nacido en una comunidad rural de Polonia, habría dedicado valiosos momentos de inspiración para hacer danzar unas papas al sacarlas de la tierra. Quizá su padre le habría llamado la atención y el niño se iría silbando una melodía sacada de su cabeza, mientras atravesaba los campos nevados. Si Jobs hubiera nacido en otra parte del mundo, sin las posibilidades de armar una computadora desde cero, sin los muchachos que apoyaron su descomunal proyecto, no tendríamos muchas de las maravillas que nos ayudan en la vida, para comenzar, esta computadora.

Dios habló con Moisés y le dijo: “He escogido a Bezalel, hijo de Uri y nieto de Jur, de la tribu de Judá, y lo he llenado del Espíritu de Dios, de sabiduría, inteligencia y capacidad creativa para hacer trabajos artísticos en oro, plata y bronce” (Ex 31, 2-5). A ver, si en los nombres hay conjuros, ¿por qué no llamamos Bezalel a nuestros futuros hijos?

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