La finalidad de todo partido político es la toma del poder, o la posibilidad de influir en la toma de decisiones desde la oposición, de manera tal que su participación en el escenario nacional o local trascienda la simple expresión de rechazo a las políticas del gobierno en turno. Durante el periodo de partido hegemónico en México, la oposición fue prácticamente una expresión testimonial carente de penetración en la sociedad, y mucho menos con fuerza para incidir en la agenda de prioridades nacionales. Desde la derecha con el PAN, y en la izquierda con el Partido Comunista, la aportación de opiniones sobre la vida nacional no pudo atravesar la coraza de contención del priísmo corporativo.

No fue sino hasta 1997, con la pérdida de la mayoría priísta en la Cámara de Diputados, cuando el poder de la oposición se convirtió en un factor de fuerza para aprobar cambios legislativos y limitar así el presidencialismo absoluto en camino de extinción. Desde esa fecha y hasta el 2013, el accionar de la oposición sirvió más como obstáculo para los gobiernos en turno que como un instrumento a influir en la política sexenal. Así, la alternancia en el 2000 y su continuación en el gobierno de Calderón en el 2006 tuvieron que enfrentar la descalificación de las oposiciones priísta y perredista, reacias a la una negociación con el PAN.

La falta de operadores por parte de los gobiernos panistas reforzó esta tendencia a la parálisis legislativa, en una especie de convivencia democrática sin toma de decisiones significativas para el país. En esos sexenios el PRI apostó todos sus activos a un retorno triunfal a la Presidencia, no permitiendo negociación alguna que facilitara la permanencia del PAN en el gobierno. En la izquierda, la presencia maximalista de López Obrador hizo imposible la interlocución con los panistas, encerrándose así el PRD en la lucha por mayores recursos para sus gobiernos estatales y el Distrito Federal, sin impulsar puntos significativos de su agenda legislativa.

El retorno del PRI a la Presidencia, la crisis interna en el PAN por su fracaso electoral, y la salida de AMLO de las filas perredistas, cambiaron radicalmente el escenario político y rompieron con el aislamiento de las políticas partidarias, creando un círculo virtuoso de interlocución y negociación. El mecanismo del Pacto por México le permitió a panistas y perredistas, fundamentalmente a sus dirigencias, ser parte de la agenda nacional incluyendo algunas de sus propuestas en las reformas aprobadas en este año. La oposición dejó de ser una expresión testimonial, para volverse corresponsable de los cambios legislativos aprobados.

El abandono del PRD del Pacto por México, tanto por la reforma energética como por las limitaciones en la consulta popular que en la práctica anulan cualquier posibilidad de llevar el propio tema energético a las urnas, le plantea de nuevo el dilema de la marginalidad o la participación en las decisiones de gobierno. Para el partido del sol azteca el problema es más la dinámica interna del partido que la convicción de que estar en la mesa de negociaciones con el gobierno. Le resulta más productivo para sus objetivos prácticos esto último que mantener una línea de rechazo que le ayuda a aglutinar a sus sectores duros, pero lo aleja de las clases medias que lo vuelven a identificar como una alternativa violenta alejada de sus prioridades cotidianas.

Así, el riesgo para la izquierda es regresar a la marginación política, o sea a actuar en función de sus intereses internos de grupo, y no a partir de una lógica de difusión nacional de un proyecto de izquierda capaz de ganar la voluntad de la mayoría. Así como el PRI se deshizo de su obsoleto discurso del nacionalismo revolucionario, el PRD requiere replantear una opción de izquierda incluyente y moderna, y evitar quedar marginado de la política.

Analista político

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