“Esta es la historia de un país que de 2001 a 2015 extrajo más petróleo que en todo el siglo XX; que gozó uno de los períodos más largos de precios altos del petróleo crudo, y que aún con todos esos ingresos obtenidos, careció de la capacidad para mejorar la realidad de 50 millones de personas”.

Así me imagino empezará el texto publicado por un historiador en el año 2040, que tuvo la curiosidad de explicar el porqué la economía mexicana desaprovechó esa valiosa oportunidad para despegar, y así insertarla en una senda de crecimiento económico vigoroso y sostenido, que habría cuando menos aumentado el ingreso per cápita en más del 50%. La realidad fue que en las dos décadas pasadas el ingreso per cápita sólo creció menos de dos tercios de un punto porcentual. Por lo tanto, sin esperarnos a esa investigación, ¿qué podemos hacer ahora diferente para que a los mexicanos nos vaya mejor?

Es una pregunta difícil de contestar, más cuando el Estado mexicano no tendrá a la mano en un futuro cercano la disponibilidad de esa riqueza petrolera, ni esos precios tan elevados, de la que dispusieron dos y media administraciones anteriores del gobierno federal. Tampoco tendrá todo el espacio presupuestario que abrió, de 2001 a 2011, la fuerte baja en las tasas de interés. Parte de ese descenso en los intereses fue por haber logrado una reducción del riesgo país y haber mantenido el déficit gubernamental bajo control. Otra fuente de reducción de los intereses fue la crisis financiera iniciada en Estados Unidos que diera lugar a la gran recesión de 2008-2009. Ese descenso en las tasas de interés abrió el apetito del gobierno federal para incurrir en algo que hoy es un lastre: un fuerte aumento en la deuda pública, tanto en términos absolutos como en porcentaje del PIB, pese haber disfrutado de los elevados precios del petróleo. Y en el caso de Pemex aún fue peor: aumentó desmedidamente su endeudamiento para tener menos reservas y reducir la producción.

Con estas restricciones, nos vemos obligados a pensar qué debemos hacer diferente, e indagar por dónde y qué debemos hacer diferente. Van unos botones de muestra.

La dilapidación de la riqueza petrolera se explica en gran medida por haberla usado para subsidiar durante un período muy prolongado los precios de la gasolina. Esa expoliación se dio por haber utilizado recursos no renovables, y por lo tanto no recurrentes, a financiar gasto público recurrente, correspondiente a funciones fundamentales del Estado como la educación, la salud, la seguridad y la administración y procuración de justicia que debieron haberse financiado con ingresos recurrentes como la recaudación de impuestos.

Las administraciones en turno de ese período le fallaron a la Nación al no cumplir la Constitución: “… Ningún empréstito podrá celebrarse sino para la ejecución de obras que directamente produzcan un incremento en los ingresos públicos, …” (artículo 73, fracción VIII). Esto significa que el crédito público es sólo para invertirlo en activos que generen ingresos para pagar el pasivo contratado y su servicio. Esta máxima se incumplió, pues la inversión pública del gobierno federal fue menor al monto del endeudamiento neto incurrido. Pero hubo algo aún peor, la extracción de petróleo y el endeudamiento no incrementaron la capacidad de crecimiento económico. Y si tomamos en cuenta el deterioro de los recursos naturales y el medio ambiente, las dos primeras décadas del siglo XXI destacarán por haber reducido drásticamente el patrimonio nacional. Sí tenemos mucho por hacer diferente.

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