Muchos hemos escuchado la palabra intangibles, vocablo utilizado para referirse a aquellos valores que no pueden tocarse -típicamente asociados al software-, pero que también están sumamente ligados a la propiedad intelectual en lo general, al valor que el conocimiento permite materializar alrededor de ese “algo” que puede monetizarse o comercializarse. En el caso del metaverso, los valores que son puestos a disposición de los compradores -en la gran mayoría de los casos, puesto que hoy existen ya formas de vender bienes del mundo real desde el metaverso- son los llamados NFTs (Non Fungible Tokens por las siglas en inglés) los cuales son valores digitales no fungibles (es decir irrepetibles, tales como obras de arte, entiéndase pinturas o esculturas) que pueden ser vendidas o comercializadas a través de transacciones no centralizadas, entre los que se encuentran toda la variedad de productos creados ya sea para disfrutar de beneficios que hoy ya son ofertados por grandes compañías cuando se adquieren algunos bienes (ropa, zapatos deportivos, autos, propiedades, membresías a clubes y servicios específicos), o propiedades en el Metaverso como imágenes y diseños digitales los cuales pueden, además, comercializarse, según la revalorización del mercado.

Esta semana, regresando de un breve pero sumamente útil periodo de ausencia, retomo la colaboración #DesdeCabina con su tercera entrega y comparto, en esta serie, eso que hace extremadamente atractivo y a la vez enigmático al metaverso, los intangibles que se comercian en él, esos “valores” que, independientemente de la criptomoneda con la que puedan adquirirse, hoy han constituido un mercado de intangibles altamente rentable y con grandes perspectivas de desarrollo. Imaginar que pueda pagarse una “obra de arte digital” por centenas de miles de dólares y pueda llegar a revenderse hasta por millones de billetes verdes (o su equivalente en alguna cripto) es impensable.

Más aún, imaginar que hoy podemos “invertir” y generar riqueza con valores intangibles parece de otro mundo -literalmente-, uno que día con día de “inmiscuye” sigilosamente en nuestra vida cotidiana, uno que convive de manera inconsciente cuando “adquirimos una membresía para algún servicio”, para la reserva de “espacio en la nube”, para el resguardo de nuestra identidad a través de datos vinculados a las cadenas de bloques (blockchains) y que nos puede llegar a provocar aversión primero y anhelo después.

Hace unos días, cuando “caía” en mis dispositivos un texto sobre una marca de ropa deportiva que ya tiene su propio universo digital y en el que aquellos que compren productos de sus colecciones específicas, podrán tener acceso a eventos en su metaverso, a descuentos en productos, a experiencias virtuales, incluso a la adquisición de NFTs mediante subastas, me imaginaba ese universo en donde los “avatares” podrán convivir, intercambiar contenido y valores y podrán conocer, aprender, crear y mercadear más contenido, me pregunto: ¿hasta donde llegará esta tecnología? ¿cuál será el límite? ¿En qué momento se combinará o intercalará esa realidad virtual con esta que vivimos y en la que respiramos? CONTINUARÁ…

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