Estamos en la última quincena de 2020. Dudo que muchos recuerden con cariño este año atroz. Se perdieron vidas, se sacrificaron futuros, se destruyeron economías enteras. Han sido meses de cubrebocas y distancia social, de aerosoles asesinos y enemigos invisibles, de abrazos vueltos transgresión, de cariño encarcelado por la pantalla, de hospitales retacados y muertes solitarias.

Pero, en medio de la tragedia, hay cosas que celebrar y lecciones que aprender.

En 2020, se logró algo casi imposible: llegar en pocos meses a una vacuna radicalmente eficaz para una enfermedad que no se conocía hace un año. En toda la historia humana, solo se habían desarrollado vacunas para 28 enfermedades. Y ninguna de esas había estado lista en menos de cinco años. Lo logrado por los equipos que llegaron a las vacunas para el Covid es gigantesco. Es el viaje a la Luna de esta generación. Es un monumento a la ciencia y la razón.

En 2020, redescubrimos que la calidad del gobierno importa, que el profesionalismo en las burocracias es crucial, que la disposición a escuchar a la ciencia en los espacios de decisión política puede ser un asunto de vida o muerte. La decencia cuenta, la claridad salva. Allí están muchos ejemplos para los que quieran verlos. Allí están Nueva Zelanda, Taiwán, Japón, Vietnam oUruguay, por mencionar algunos casos.

En 2020, pudimos ver de primera mano la inmensa aportación civilizatoria de los profesionales de la salud. Entre nosotros y la muerte, están las personas de bata. Sin el esfuerzo de doctoras, enfermeros, camilleros, paramédicos y personal de intendencia, la tragedia se hubiera vuelto hecatombe. Retomando la cita clásica de Churchill, nunca tantos le debieron tanto a tan pocos. Y por eso, deberíamos de salir de esta experiencia con el compromiso de mejorar radicalmente las condiciones laborales del personal sanitario.

En 2020, aprendimos que hay otras maneras de organizar la vida y el trabajo. Resulta que, para la operación de una economía moderna, no es indispensable el desplazamiento masivo de millones de personas a las mismas horas. Algunos sectores bien pueden producir valor a distancia, a golpes de videoconferencia. Eso podría llevarnos a repensar el equilibrio entre vida personal y vida profesional. Pero, en ese aprendizaje, nos debe de quedar grabado otro de los hechos centrales de 2020: la desigualdad entre los que se pueden quedar en casa y los que no. Atender las fuentes de esa desigualdad es una de las grandes tareas pendientes que deja la pandemia.

En 2020, el virus nos recordó el valor de la solidaridad. Mi salud es tu salud, mi seguridad es la tuya. El símbolo material del año es el cubrebocas: ponernos ese pequeño pedazo de tela en la cara es un gesto que dice que los demás nos importan. Y junto a ese gesto, hay otros que nos identifican como parte de un esfuerzo colectivo: posponer lo que se pueda posponer, evitar los contactos innecesarios, poner nuestra dosis de distancia. Nada fácil: no es una solidaridad de puño en alto, de acto masivo y plazo corto. Es empatía cotidiana, paciente y solitaria, es no hacer, es controlarse, es gobernarse. Es respetar al prójimo, no irrumpir en su espacio, no violentar las reglas. Como aprendizaje de ciudadanía, me parece inmejorable. Ojalá se nos quede una parte cuando pase la emergencia.

Entonces te decimos adiós, horrible año 2020. No te extrañaremos, pero haremos lo que se pueda para que el dolor que nos trajiste no haya sido en vano.

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