Si la democracia requiere una ciudadanía informada que elija, critique y sugiera, esto supone que debe haber una libre circulación de ideas; por tanto se asume como el papel tradicional del estado limitarse a no acallar los discursos que se dirijan a la sociedad. Pero tal vez no siempre sea así.

El constitucionalista americano Owen Fiss tiene un pequeño libro llamado The irony of free speech en el que se ocupa fundamentalmente de demostrar que la libertad de expresión, en tanto requisito de la democracia, puede exigir del gobierno algo más que abstenerse de ejercer la censura. La democracia puede requerir que ciertas voces se potencien mientras se modulan otras, y eso sólo lo puede hacer el poder público.

Para lograr lo anterior, siguiendo las ideas del Profesor de Yale, debe distinguirse entre las atribuciones propiamente coercitivas del gobierno, y aquellas que incentivan o no ciertas actividades. Todo esto lo construye principalmente a partir de sentencias de la Suprema Corte norteamericana.

Así, un discurso de odio puede ser penalizado. Por ejemplo, mensajes que tengan que ver con denigrar a la persona por causas de raza, género, creencia religiosa u orientación sexual pueden tener una consecuencia negativa para quien los profiere. Igual sucede en el caso de quien acusa falsamente y a sabiendas a alguien de haber cometido un delito.

Pero ¿qué sucede cuando lo que hay es un discurso ensordecedor, cuya fuerza proviene no de que el estado lo profiera sino del apoyo económico que lo sustenta? Pensemos en un caso en el que, por razones del beneficio que recibirá un sector productivo invierta grandemente en la promoción de un tema (por ejemplo, el impulso de una política pública, la realización de una obra de infraestructura o la firma de un pacto comercial) lo que le permita organizar foros, imprimir panfletos, contar con un grupo de especialistas con un mensaje muy articulado que se presenten en los medios, entre otras acciones.

Ahora suponga que los opositores a esta medida de impacto nacional pertenezcan a grupos económicamente débiles, estén poco organizados y por tanto no tengan la posibilidad comunicar su punto de vista con la intensidad necesaria para que quien esté expuesto al primer discurso, pueda conocer la opinión contraria. ¿Debe hacer algo el gobierno?

La respuesta tradicional es que no. Que el que ambas posturas tengan la posibilidad de ser conocidas es suficiente, ya que el alcance de su discurso dependerá de sus propios esfuerzos; por tanto el estado no puede ejercer censura ni ningún tipo de orientación, así que debe dejar, si me permite la expresión, al libre mercado de las ideas, la suerte de los debatientes.

Pero Fiss propone una respuesta distinta: el estado tiene un interés no sólo en la libertad de expresión, sino también en que se escuchen todas las voces que opinan cuando se trata de temas de relevancia nacional. Por tanto, debe buscar los medios que permitan a quienes no tienen la potencia económica de sus oponentes el exponer sus ideas al mayor público posible (esto es, ejerciendo sus funciones de incentivar). Así, las decisiones públicas no se tomarán escuchando sólo a una parte interesada.

El análisis de Fiss es retador. Propone un estado que no meramente se abstiene en materia de libertad de expresión, sino que interviene para elevar el volumen de un discurso; vale la pena recordar que esto ya sucede en nuestro país con el tema electoral, dado que los mensajes políticos en radio y televisión deben transmitirse en tiempos oficiales, sin que nadie pueda comprar espacios para presentarlos; esto justamente con la finalidad de que no haya un discurso(s) preponderante que avasalle por completo a los demás.

A veces, en democracia, no se requiere sólo un estado pasivo.

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