No, no era escena de la típica película de acción donde destruyen el Capitolio ni era la caída de las Torres Gemelas; sin embargo, era una escena que pasará a la historia por su carga simbólica: una turba de simpatizantes de Donald Trump, en un esfuerzo desesperado por impedir que el poder legislativo validara la elección donde su líder fue derrotado, tomaron por asalto el Capitolio, emblema de la democracia gringa.

Estados Unidos veía caer su propio mito, el de la excepcionalidad americana, el de la democracia perfecta y civilizada y se parecía cada vez más a cualquier disputa electoral de los que los propios norteamericanos llamaron país bananero.

“Terroristas domésticos”, denominaron los demócratas a quienes tomaron el Capitolio y señalaron al presidente Donald Trump de ser el instigador. Poco después, las redes sociales anunciaron que suspendían temporalmente la cuenta de Trump por violar sus políticas de uso.

Esto de inmediato abrió un fuerte debate en dos puntos: sobre la libertad de expresión y el papel de las redes sociales, sobre todo si les corresponde a ellas el papel de censor y decidir qué se publica y qué no.

Sobre la libertad de expresión, cabe aclarar que el difundir mensajes de odio no entra dentro de ese sagrado derecho y, por ello, Trump es indefendible pues muchas de sus virulentas palabras han hecho eco en personas, quienes no dudan en usar la violencia para imponer su visión supremacista del mundo.

Quisiera comentar el segundo punto, el de las redes sociales como reguladoras. A inicios de la década pasada nos congratulábamos de la aparición de estas herramientas que permitían romper el monopolio que tenían los medios tradicionales.

A mediados de la década escribí: “Son un ágora moderna, el nuevo foro de opinión pública. Una primavera árabe y los indignados de España son prueba. ¿Que no se puede cambiar el mundo a través de ellos? Es cierto. Sin embargo, como caja de resonancia y pulso político son excelentes herramientas”.

Sin embargo, para finales de década, el optimismo ya había desaparecido y se hablaba de los peligros de las redes, por la difusión de fake news y la venta de datos personales.

Hoy, corroboramos que no, que no son una nueva ágora para el debate porque no son públicas, son una empresa con fines comerciales e intereses bien definidos y ellos ponen sus reglas para poder usar su plataforma para poder difundir esos mensajes. Lo que viene es un fuerte debate sobre si, dado el papel actual de las redes, debe existir una regulación pública o dejarlas que vendan nuestros datos para sus ganancias personales y que sigan imponiendo sus reglas para dialogar.

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