Era el final de la década de los años 60 y ya se vislumbraba el comienzo de los 70 en el siglo XX, cuando disfrutaba de los últimos momentos de la niñez en una ciudad en la que un chamaco tenía la posibilidad de salir en los días del fin de semana desde muy temprano para reunirse con los amigos, todos llevábamos  apenas unos pesos en la bolsa, fruto de las propinas obtenidas en la celebración de un par de bodas las semana anterior o lo que podíamos ahorrar de lo que nuestros familiares nos obsequiaban de vez en vez y de la venta de plumas y llaveros tejidos con hilos de plástico y de algunos objetos elaborados con materiales como clavos para herraduras de caballos, entre otros materiales que estaban de moda en aquellos años. En especial cuando había una grata coincidencia de esas escasas fuentes de ingresos, reunir unos pesos de más era toda una fortuna para disfrutar esos días.

Salíamos a recorrer las calles del centro de la ciudad para adquirir algo entre múltiples opciones que había en las mismas: estanquillos y lugares, como el de la familia Chiu, que estaba ubicado en la esquina de Allende y Morelos, o en La Sirena, ubicada en la calle 16 de Septiembre y a unos pasos La Suerte o en pequeños puestos que cada mañana se establecían en las esquinas de Allende y Madero y en Allende y Pino Suárez. Otros pocos en el Jardín Guerrero y así solíamos elegir desde chicles, caramelos, chiclosos, tamarindos, chocolates, hasta muchas otras opciones que también incluían papas fritas y churros, ambos con salsa y limón, al igual que los chicharrones de harina. Cada antojo era considerado un delicioso premio por lo laborado o por cualquier otra razón que siempre agradecíamos.

Un boleto para el cine de matinée era también otra manera de aprovechar la mañana del sábado cuando los padres encontraban en ello una manera de entretenernos y enviarnos con un par de medidas de seguridad que consistían básicamente en no separarse para nada del grupo de amigos, en un tiempo que los riesgos eran muy distintos a los de ahora. De ahí, a jugar en las casas de todos los amigos, ya que en una había espacio con arena para el trompo y canicas; en otra una azotea debidamente dotada de pequeñas carreteras para jugar con carritos; en otra llevábamos a cabo un torneo de ping-pong y jugábamos con un balón o al cinturón escondido y al bote pateado. Algunos días de fin de semana llegaban a ser completos y otros tan solo podíamos jugar un par de horas. No había duda que de una u otra manera, quemábamos las calorías que los antojos nos proporcionaban y regresábamos cada quien a su respectiva casa.

Fue en aquel entonces un maravilloso ejercicio de libertad en la paz y la armonía que se disfrutaba bien. Una época en la que también las necesidades de diversión se ajustaban a lo disponible, tanto de actividad como de precio de las mismas, en especial cuando generábamos un ingreso propio, limitado pero muy lucidor para nuestra edad. Esta remembranza me hace pensar en la maravilla de un tiempo y circunstancias que no se antoja fácil que regresen para beneplácito de los chamacos de hoy, que aunque seguramente disfrutan mucho su fin de semana, lo hacen en otras condiciones, las que les permite el tiempo de hoy en este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

@GerardoProal

Google News