La persistencia de la poesía en la memoria es como la gota de agua constante que perfora la roca. La poesía se forja a fuego lento en la memoria. Palabras que con el tiempo van echando raíces en la existencia.

Los poemas que sobreviven con el paso de los años van profundizando y en muchos casos cambian el significado a la par que evoluciona el lector.

Muchos poemas que fueron de mis favoritos en mi juventud siguen presentes, frases grabadas en mi memoria. Sin embargo, algunas otras carecen ya del significado que en su momento tuvieron. Las significantes, han evolucionado.

Uno de esos poemas es el de Alta Traición, de José Emilio Pacheco. Es que dice:

No amo mi patria. / Su fulgor abstracto es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / ciertas gentes, / puertos, bosques de pinos, fortalezas, / una ciudad deshecha, gris, monstruosa, / varias figuras de su historia / montañas / (y tres o cuatro ríos).

En la juventud uno busca en la literatura y el arte esa rebeldía típica de la primavera de la vida. A los 40, cuando se tiene una mayor experiencia vital, releer el poema significa encontrar un significado distinto. El poema es el mismo, nosotros ya no. El arte no cambia, el arte y la vida nos cambian.

Traigo esto a colación porque en pasados días aciagos, en las horas de insomnio como de hospital, leí una novela que irremediablemente me remitió a ese poema y tuve que releerlo. Se trata de la novela Un comunista en calzoncillos, de Claudia Piñeiro. Es una novela donde juega con sus memorias de infancia, donde narra la historia de un acto de rebeldía infantil en pleno momento cuando el ejército argentino ha dado golpe de Estado al régimen de Isabel Perón.

Dice la autora: “La vida es una sucesión de actos miserables interrumpidos por unos pocos y pequeños actos heroicos, y es en el promedio de todos ellos donde nos sentimos dignos”.

Las pequeñas rebeldías ancladas en el juego de recuperar la memoria de lo transcurrido décadas atrás, de hacer ese balance no de haber sido bueno o malo, sino de la dignidad que se ha tenido en la vida.

Al tejer este relato, Piñeiro, autora de la exitosa novela Las viudas de los Jueves, describe su infancia en el Gran Buenos Aires y como en su poblado se esmeraban en probar que su monumento a la bandera había sido el primero del país, antes que el de Rosario.

Pero para el personaje principal, la propia autora que reinventa sobre su memoria, mas allá de la bandera ondeante albiceleste y de los himnos, su patria está en otra parte lejos de los símbolos oficiales: “Mi patria era esa, el ombú de la plaza”.

Un árbol, una plaza, su infancia es lo que para la autora le remite a su concepto de patria del que habla Pacheco.

Siguiendo esa línea, cuando llega la primavera también un árbol me remite al ejercicio de la memoria y a un viaje a la infancia.

Cuando las jacarandas florecen, mientras inicia la primavera con sus caprichos de clima adolescente y contradictorio: calor sofocante que se confunde con la lluvia que no alcanza aún a refrescar.

Ver los pisos alfombrados con las flores muertas de las jacarandas me lleva al país de la niñez (donde uno y uno sumaban tres, canta Joaquín Sabina) donde al salir de la primaria pisaba esa alfombra de flores muertas que hacían “plop” con cada uno de mis pasos y que más de alguna vez provocaron un resbalón.

Una lectura me condujo a otra. Al retorno de la memoria a ese jardín de pueblo rodeado de jacarandas que colorean la primavera mientras las campanas suenan a lo lejos espantando a las palomas. Una plaza, unos árboles, el retorno a la infancia, a reinventar los pequeños actos heroicos. Quizá de eso está hecha la patria mas allá de ese “fulgor abstracto e inasible”, del que desconfiaba José Emilio Pacheco. Y sí, uno daría la vida por esos lugares y ciertas gentes.

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