Una antiquísima tradición mexicana es la celebración del Día de los Difuntos. Ese día, los seres queridos que nos han abandonado regresan a nuestras casas, y es nuestro dulce deber atenderlos. Se esparcen pétalos de flores a lo largo del camino que deberán recorrer y, en el interior del hogar, les espera una ofrenda adornada con recuerdos, velas, flores amarillas de cempasúchil y, de manera especial, las comidas que más les gustaban. Ese día se comparte con ellos el inefable placer de convivir, de comer juntos, y se preparan platillos tradicionales de fiesta, de amor.

En 1985 un catastrófico terremoto sacudió la ciudad de México. Poco después, Alicia escribió un libro-objeto del que se imprimen 50 ejemplares, dedicado “a los elegidos, a los inocentes, a todas las víctimas del terremoto”, entre las cuales se encontraban su hijo y dos nietos suyos “para que vuelvan y gocen de sus aromas”. La obra, cuyo título es Ofrenda, contiene una introducción y diez recetas que aquí reproducimos.

OFRENDA

19 de septiembre de 1985. Bajo los escombros de su hogar murieron mi Rafael, de 28 años, y mis nietos Diego de 6 años, y Lorena de 2 años.

Su muerte también fue mi muerte. Se llevaron consigo mucho de mí. Nada es más íntimo, más difícil de compartir y expresar que el dolor. Este dolor lacerante, escondido, que aún hoy -yo lo sé- vela de tristeza mis ojos, mi risa, mi entera existencia. Este dolor habría sido insostenible si de su recuerdo, que es permanente presencia, no hubiera recibido inspiración y fuerza, amor y bondad, asombro, suavidad y dulzura.

El día anterior, la última vez que los vi con vida, vinieron a saludarme: venían de nadar, Diego y Rafael con el pelo mojado y vestidos de blanco. Rafael se probaba con orgullo un nuevo traje de lino; le quedaba apretado y quedamos en que al día siguiente iríamos juntos a cambiarlo. Diego, con sus shorts a revés, tenía hambre y me pidió un taquito con cebollitas asadas. Vestían de blanco, como blancas fueron las sábanas que los revistieron pocas horas más tarde, como blanco y luminoso es el lugar donde ahora se encuentran.

El sacerdote trató de consolarme diciéndome que el Cielo recibe a las víctimas del terremoto como mártires, sin que transiten por el Purgatorio. La religión Católica coincide en esto con la mitología náhuatl, según la cual los elegidos no descienden al tenebroso Mictlán, sino que se elevan a la Casa del Sol, donde los niños que mueren son joyas y ángeles. ¿Cómo creer, cómo no estar segura de ello, cuando recuerdo los ojos de mis seres queridos llenos de asombro maravilloso?

Símbolo y esencia de la vida, la comida era para ellos goce diario y sorpresa permanente. Compartían conmigo el placer de descubrir nuevos sabores, eran mis admiradores y mis más entusiastas comensales. Diego y Lorena vivieron gran parte de su corta vida en Loreto, la antigua capital de las Californias, donde se plantaron los primeros olivos y vides de América. Allí se hicieron amigos de pescadores, y tanto les gustaban los camarones, los pescados y las almejas que los llamé niños el mar: Y un día aprendí que en Baja California, en las figuraciones rupestres del más allá de los elegidos, en la Casa del Sol de los náhuatl, hay un mar lleno de caracoles y pescados.

Es un suave consuelo creer que las almas vuelven a sus hogares cada año para disfrutar de los aromas y la vista de sus comidas preferidas. Es una de las tradiciones mexicanas más nobles y profundas. Y siento que recordar y describir los alimentos que más les gustaban a mi hijo y a mis nietos es para mi una necesidad espiritual, una de las razones por las cuales sigo viviendo, una manera de transformar el recuerdo angustioso en una sensación de armonía, y una manera de recuperar, por un instante efímero, la felicidad de estar juntos.

Hay lágrimas, verdad e infinito en esta ofrenda.

Trasnscripción: Adriana Silvestre

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