El sol destella en el horizonte; es un nuevo día para salvar al mundo. Tony Stark, vestido con su traje de Ironman, muerde un bocadillo; su casco de superhéroe descansa al lado de su pierna. La toma se abre y la ciudad de Los Ángeles se aprecia a través de un marco redondo. Tony, con actitud rebelde y lentes oscuros, continúa comiendo y entonces descubrimos que Ironman está sentado sobre una dona gigante que corona la azotea de un típico dinner estadounidense. “¡Stark, te voy a tener que pedir que abandones la dona!”, le grita Nick Fury desde el estacionamiento. Es un díalogo típico de la cultura pop.

La forma en cómo comemos y lo que comemos dice mucho sobre nuestra cultura. En cierta medida, la dona -ese pastelillo cuya esponjosidad se interrumpe por un caprichoso agujero en el centro- encierra, en la perfección de su circunferencia, la eterna tentación del placer culposo y la irresistible maquinaria de consumo de la sociedad contemporánea. Porque ante una caja llena de donas, la boca saliva y cualquier intento de resistencia desfallece. Habría que replicar con una frase pedante como la que Luddite ofrece a Droppy en el sketch “La última dona”, del programa de comedia Mr. Show: “No. Yo no como donas. Ni hamburguesas. O cualquier otra comida que ha sido aprovada por las masas.” Bien por tí. Más donas para nosotros los débiles.

De acuerdo con Paul R. Mullins en el libro Glazed America: A History of the Doughnut, el origen de la dona moderna se traza en el siglo XVIII, cuando la tradición pastelera holandesa tocó las costas de Nueva York. La primera mención de una receta de donas se incluye en un apéndice de recetas americanas en 1803. Este pastelillo se conoció primero como olykoeks, es decir “pasteles grasosos” en holandés y para mediados del siglo XIX apareció la versión de Elizabeth Gregory, la madre de un capitán de barco de Nueva Inglaterra, quien elaboraba la masa con nuez moscada, canela y ralladura de limón. Además, la señora Gregory colocaba avellanas o nueces en el centro de la masa y, de una forma bastante literal, la bautizó: dough -masa-, nuts -nueces-.

La primera máquina para hacer donas apareció en Nueva York, en el año 1920. El ruso Adolph Levitt comenzó a vender donas fritas en su panadería y, debido a que ésta se ubicaba en el distrito de los teatros neoyorkinos, tuvo que idear una maquinaria para hacer los orificios de las donas de manera eficiente, pues la demanda era demasiada. El New Yorker describió la línea de producción de esta panadería de Broadway así: “las donas flotan en un ensueño a través de un canal de aceite al interior de la máquina, luego caminan, perezosas, hacia la rampa, y se caen golosas en la canasta.” David A. Taylor, del Smithsonian, afirma que la producción en serie de las donas borró el prejuicio que existía hacia estos pastelillos fritos, para convertirlos en un bocado ligero, esponjoso y, sobre todo, un producto del progreso. De esta forma, la dona arriba al siglo XX como un símbolo del futuro y de las virtudes de la era industrial. En 1934 fue la imagen de la Feria Mundial que se llevó a cabo en Chicago, bajo el slogan: el hit de la comida en el Siglo del Progreso.

A diferencia de los bagels (cuya manofactura estaba controlada por sindicatos), desde su naciemiento, la dona se produjo de manera masiva, tanto en los hogares como en los establecimientos de comida estadounidenses y con el paso del tiepo, cadenas de la “dona rápida” iniciaron operaciones: Krispy Kreme en 1937 y Dunkin Donunts en 1950. Ambas marcas de donas son, quizás, las mas conocidas a nivel mundial.

La mordida del confort

Bocadillos como la dona han sido los chivos expiatorios para los jueces del buen comer y los defensores de las dietas libres de carbohidratos. El hecho de comer una dona no significa realmente “algo” pues, de la misma forma en que comemos un taco o un churro, nos acercamos a la dona. No obstante, el punto de interés es su presencia en la cultura pop y lo que las cadenas de donas representan en el estilo de vida estadounidense y, por consiguiente, su influencia en México.

Además, la dona se inserta en la clasificación de los alimentos de acuerdo a su consumo por distintas clases sociales. Recordemos que las papas fritas fueron para los irlandeses, a principios del siglo XX, el principal sustento de las clases bajas, o también aquellos guisos elaborados con vísceras que -aún en nuestros días- provocan repulsión en ciertas esferas sociales. En este sentido, la dona fue primero obrera y proletaria; constituyó el alimento mañanero de las clases trabajadoras y, por lo tanto, símbolo de la cultura de trabajo duro en Estados Unidos. Incontables escenas televisivas de este país -aka, el instrumento contemporáneo de democratización cultural- retratan al policía y al obrero estadounidense con un café y una dona en mano, ambos listos para combatir las fuerzas del mal y el desempleo, y defender la idea de “libertad” que sustenta su sistema ideológico.

Como cualquier producto cultural, la dona ha caminado hacia el siglo XXI para convertirse en burócrata, en ese oficinista que calienta la silla. Tal vez, el personaje más representativo de esta faceta es la caricatura de Homero Simpson, cuyo insasiable apetito podría ser una alegoría a la vacuidad de la cultura de consumo que ha caracterizado las últimas tres décadas.

Ahora, retomemos la escena inicial. Estamos con Tony Stark y él está descansando de su trabajo como superhéroe comiendo una dona. La muerde, la saborea, la está disfrutando sin que le importe un comino que el pandemonium extraterrestre esté por tocar la Tierra. En la siguiente escena, Tony le responde a Nick: “Ya te dije que no quiero ser parte de tu banda de niños super secreta.” Ironman está evidentemente crudo y harto, no quiere formar parte del grupo que salvará al mundo simplemente porque no, porque tiene flojera, porque -tal vez- la dona ya ha saciado su apetito por un mundo mejor.

Una apología

Cualquier cosa puede argumentarse contra la dona: su alto nivel calórico, la calidad de sus ingredientes, etc. Lo cierto es que su consumo es más vigente que nunca y hoy el movimiento foodie ignora las estadísticas preventivas y propone coberturas para provocarnos un infarto y enamorarnos con sus combinaciones de sabores: glaseado de maple con tocino, con triple chocolate, con galleta o con lunetas. [Si estás a dieta, no continúes la lectura porque ya te veremos visitando estos lugares y nos echarás la culpa.] Si andas un día por Portland, EUA, visita Voodoo Dougnuts, pioneros en la locura de las coberturas de donas. Una opción en la Ciudad de México: Catamundi.

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