Los estereotipos sirven para dos cosas: alimentar la flojera de los haraganes y para pasar de puntitas en una discusión de fondo. “Todos los chinos son iguales” es tan empobrecedor como decir “todos los católicos son homófobos”.

La iniciativa del “matrimonio igualitario”, una ocurrencia del presidente Peña Nieto y sus asesores, no ha sido discutida a fondo. Hay gritos, sombrerazos, marchas y acusaciones. Normal en nuestro país. Normal entre los medios de prensa mexicanos. Pero ¿y los académicos?

Pienso que penetrar a fondo en esta cuestión tiene que ver con la discusión real, esencial, del presente y futuro de la familia. Escucho a políticos de izquierda, centro o derecha (si todavía algún clarividente puede distinguir la diferencia entre estas especies) y todos se llenan la boca hablando del bien que hace la familia, que ésta es “la célula básica de la sociedad”, etcétera.

Un discurso que de tan trillado se ha vuelto como el pan de huevito, que ni engorda ni enflaca. Que está ahí, para quien necesite una frase de relleno, pero que, en rigor, no toca, ni con él pétalo de una idea, lo que queremos decir históricamente cuando mentamos a la familia.

A la familia tal y como la conocemos desde hace cien mil años, cuando apareció el homo sapiens y el tabú al incesto. Hombre, mujer, procreación y protección de los hijos por el grupo, por el clan, por la sociedad, por el Estado… La familia es anterior al Estado. Es una sociedad natural. No es un problema: es una riqueza. La riqueza de la especie humana.

Los alemanes suelen ser muy prácticos y dicen: “No trates de componer algo que ya funciona”. Si la civilización que gozamos tiene su base en la familia natural, perdón pero ¿para qué la vamos a cambiar? ¿En razón de qué la vamos a cambiar? ¿Qué justifica que el matrimonio se vuelva cualquier combinatoria –un varón con otro; una mujer con otra; diez mujeres con un varón…– y deje de ser una institución vinculada a la procreación y desarrollo integral del menor, del más débil, del producto mismo del amor?

No soy ni jurista ni un recalcitrante defensor de las “causas católicas”. Cuando el coordinador de información de esta casa editorial me pidió una contribución para entrar en la controversia sobre el tema destapado en mayo pasado por el presidente Peña, me dijo: “Te invitamos a debatir, porque ya sabemos que tú estás en contra del matrimonio homosexual”. Un estereotipo. Ya me lo sé. Y él también. Por eso me llamó. Y se lo agradezco, porque me da pie a exponer (por única ocasión; éste no es mi terreno) que este estereotipo lo que tiene como subtexto es peligroso (y es lo que se propaga aquí y allá para evitar, como decía el frontispicio de la universidad cisneriana, la peligrosa novedad de pensar): “Estás en contra de los homosexuales”. Una estupidez.

Nietszche dio en el clavo de la haraganería intelectual que, ay, por desgracia nos asalta a tantos mexicanos que morimos de ganas por figurar, así sea sosteniendo un clavo ardiente, cuando subrayó que nos olvidamos del sentido de las palabras cuando suspendemos la condición de seres pensantes.

Cuando mandamos a paseo la reflexión y le damos con tubo a la acción, al insulto, a la descalificación. Cuando armamos la “cultura del descarte”, de la que habla el Papa Francisco. La “sociedad del cansancio”, de Byung-Chul Han. ¿Los “a favor” y los “en contra” se han detenido, así sea mínimamente, a considerar qué rayos quiere decir matrimonio? “El modo, la calidad de (ser) madre”.

La madre, la mujer, es portadora de la vida. Es el eslabón sobre el que se encadena la vida. Su modo de ser determina al mundo. Y en esto tiene razón el feminismo: el amor y respeto a la dignidad de la mujer es la regla de oro de la paz con justicia a la que aspiramos. Amor, hijos, sexualidad, procreación, unión, ambiente sano, educación, distinción, identidad: ¿No les suena? Le pregunto, hipotético lector: ¿Usted cambiaría esta herencia de siglos por una ampliación de derechos que puede encontrar otro cauce, mucho mejor ajustado a los intereses de quien pretende proteger la iniciativa presidencial?

Claro que no estoy en contra de los homosexuales. No son una “raza especial”, no son “enfermos” ni nada que se le parezca. Tienen los mismos derechos que yo. Y no veo por qué tengan que ser tema “especial”. Claro que el Estado tiene que tutelar su desarrollo integral, la seguridad de sus bienes. Pero no se tutela una propiedad, cualquier propiedad, abriendo agujeros en la cerca que la circunda.

En otras palabras, llámenle de otra forma al legítimo derecho que tienen los homosexuales de protegerse y ser protegidos por la ley. Pero no conviertan al matrimonio, a la unión cuya calidad es el cuidado del ser, que es vehículo del ser y la vida, en cualquier contrato, fruto de la preferencia sexual, del azar, capricho o venganza. Porque si lo hacen, destruyen una parte esencial de nuestra cultura. El legado de nuestra civilización: la familia misma. No es discriminación. No es homofobia. Es advertencia natural. “Los que quieren destruir (o cambiar, o arreglar) a la familia, no saben lo que hacen, porque no saben lo que deshacen”, Chesterton dixit.

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