La Suprema Corte de Justicia de la Nación dictó resoluciones concediendo el amparo de la justicia federal porque en algunos casos se ha violado el derecho a la defensa adecuada y con ello no se observa el debido proceso; el caso más difundifo en televisión fue en el cual murió una mujer frente a su pequeño nieto por un robo de 800 pesos, en noviembre del 2010.

Esta decisión fue cuestionada por comunicadores que usaron los argumentos de algunos ministros basados en falacias de tipo emocional (repetir las cosas hasta que sea crean) y populista (la verdad es lo que muchos creen), acerca de que la Corte ignora los derechos de las víctimas.

El asunto es una desgracia y sin duda se espera el más ejemplar de los castigos para el responsable; que las víctimas tienen derecho a la justicia no está a discusión, tampoco el reclamo de sanción. Pero la condena debe sujetarse a las reglas dispuestas por la ley, entre éstas el derecho a la defensa adecuada. Cumplir las normas nos da certeza de saber qué podemos hacer, qué esperamos que hagan nuestros semejantes y, sobre todo, qué se puede exigir a la autoridad.

En un juicio penal el debido proceso es un logro histórico frente al poder del gobernante (cualquiera que sea la forma que revista); es la garantía de todo ciudadano a no sufrir la más grande de las injusticias: ser acusado sin poder defenderse. Determinar si este derecho humano es prioridad en el proceso penal era el fondo del debate de los ministros, no otro.

No creo que los cuestionadores de la decisión de la Corte que piden la condena al acusado para hacer justicia a las víctimas aceptaran que, si fuesen procesados, el Estado pudiera lograr esa ventaja y sentencia de condena, omitiendo su derecho a defenderse. Pensar que se puede condenar a una persona sin cumplir con las reglas es regresar a la época de la venganza, a creer quien tiene el poder decida cómo hacer justicia.

Precisamente porque la muerte de esa mujer debe ser castigada —y para que una familia tenga la certeza de que el acusado ha pagado por su delito— es necesario exigir que las formalidades de los juicios se cumplan; si alguien no lo hizo por incompetente, miedo a la opinión pública u otra situación, entonces debe ser castigado, al menos con la destitución, para evitar que el daño se vuelva a dar.

Cuestionar a los ministros que conceden el amparo es validar el sistema actual que nadie acepta ya; pero tambié, es reforzar la debilidad de las instituciones y apostar porque siga minándose la poca confianza que le resta, en este caso, a la más importante tribuna en el país para el orden y la paz social.

Me tranquiliza saber que hay seis ministros que cumplieron —en este caso— con su tarea de guardar la Constitución; no me extraña la ligereza en la opinión pública; me preocupan las razones de algunos ministros que usan la emotividad de sus casos para subjetivizar la justicia (una de las causas por la que los revolucionarios franceses redujeron el intelecto del juez a ser solamente la boca de la ley); pero me indigna que los verdaderos responsables de este problema ni siquiera sean mencionados: el Ministerio Público, jueces o magistrados del fuero común que no observaron el debido proceso y con ello pusieron la verdadera condición de impunidad.

Reponer el procedimiento ha sido una decisión razonable para que se haga justicia al responsable y a las víctimas.

En un Estado de derecho el debido proceso garantiza la justicia al delincuente, a la víctima y a todos, pues cuando una persona inocente sea acusada, los jueces harán eficaz su derecho; de otro modo, la injusticia asegura la cárcel a cualquiera, y esto es algo que —estoy seguro— nadie quiere.

Especialista en seguridad y ex procurador General de Justicia

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