Cuando era un bebé, su madre lo tomó en brazos. Le ofreció leche tibia y dulce, llena de anticuerpos para enfrentar los peligros de vivir. Hermanos, tíos, abuelos, le dieron papillas de fruta para saciar su hambre. Su sonrisa infantil, imagen de la ternura, lucía un par de minúsculos dientes.

Los bebés humanos, como los cachorros de muchas especies, provocan en otros miembros de la sociedad deseos de resguardarlos de peligros.

Luego, llega la vida con cuchillos ocultos en las vestiduras. En algún momento, ese hombre perdió la brújula y su cerebro sufrió la invasión de aves malignas que comenzaron a picotear neuronas y meninges sembrando confusión en sus pensamientos, cambiando el rumbo de sus pasos.

Quizá recibió un golpe en una pelea. Tal vez fue el consumo de sustancias, el alcohol en exceso, que su hígado no pudo procesar. Es posible que de niño haya recibido golpes, insultos y palabras de odio emitidas por su familia.

Es mentira que todas las infancias sean felices. El abandono, derivado de la enfermedad de los padres, su muerte, ausencia física o incapacidad para la crianza, es un detonador para que el adolescente se sienta atraído por la rutilante libertad que le ofrece la calle.

Al ver a una mujer adulta mendigando pan, recogiendo basura, pronunciando incoherencias, uno se pregunta en qué momento quedó sola, a merced de la injusticia, buscando en el suelo las migajas del desarrollo económico.

En las dos puntas de la vida humana: la infancia y la vejez, necesitamos el apoyo de otros, la ayuda de la comunidad, el soporte de programas de gobierno en forma de instituciones, hospitales y clínicas, residencias para ancianos. Sólo así se pueden sortear los vientos de la borrasca.

En México, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, organismo descentralizado de la administración pública federal, ha publicado que en 2020 el 46% de los mayores de 65 años contaba con ingreso inferior a la línea de pobreza. Las pensiones ayudan a paliar esta tormenta, pero no resuelven todos los problemas de una persona mayor que esté enferma, y casi todas sufren alguna dolencia o incapacidad. Los ancianos sin hogar no reciben pensión, al no tener siquiera un domicilio que registrar.

En otros países, hay programas de gobierno o sostenidos por organismos civiles para llevar a las zonas marginadas vehículos con tanques de agua. En ellos, ofrecen a personas sin casa un baño, corte de cabello y afeitado. También se les proporciona comida sana, se les registra para recibir atención médica. Personas todavía fuertes y jóvenes reciben hospedaje temporal, ropa y orientación para conseguir un empleo.

Ese viejo que busca comida en la basura no llegó al callejón al salir de la secundaria. Su vida se deslizó por un camino descendente, con curvas y giros, lleno de piedras. En el trayecto, perdió su trabajo, pareja, amigos, casa. No tuvo forma de pagar la renta, vendió o perdió sus pertenencias. Es posible que haya buscado refugio lejos del lugar donde creció.

En alguna ciudad, hay una sobrina que de vez en cuando recuerda a ese tío que se extravió. Hay fotos en la pared con su rostro joven. Lo que falta es un puente, una acción voluntaria para unir a familias desintegradas. La esperanza está en nosotros.

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