Cuando el argumento de una película es sencillo, filmarlo de igual forma es lo más eficaz. El mundo de la lucha libre es un espectáculo. Algo tragicómico. La idea de Luchando con mi familia (2019), segundo filme del actor-guionista-director Stephen Merchant, es presentar con enorme sencillez el tema como melodrama cómico acerca de una familia disfuncional.

Merchant noveliza la verdadera historia de la luchadora inglesa Saraya-Jade Bevis, Paige, contratada por la poderosa WWE, empresa estadounidense dedicada a este deporte. Paige desde adolescente luchó en carpas donde el espectáculo era fundamental. Su habilidad y presencia, sin embargo, la convirtieron en diva de las luchas.

El sencillo argumento aborda la vida de los Knight, Ricky (Nick Frost), el padre; Julia (Lena Headey), la madre; los hijos Zak (Jack Lowden), quien cree tener méritos para destacar como luchador y, por supuesto, Raya (Florence Pugh), quien pasa de ser el patito feo de la familia a sorprendente cisne gracias a su presencia y habilidades.

El estilo de Merchant, con experiencia en la dirección de teleseries, consiste en filmar sin adornos, de la forma más económica posible, apoyándose en los actores. No sólo los protagónicos. También los secundarios (en este caso el productor Dwayne La Roca Johnson interpretándose a sí mismo; o el comediante Vince Vaughn haciéndola de rudo entrenador con gran corazón). Como los “efectos especiales” son la dinámica familiar, la película se concentra en las situaciones cotidianas —manejadas con suficiente ambigüedad para no entregar una comedia simplona—; se interesa más en ver cuán espectacular es que un miembro de la familia triunfe casi contra su voluntad. La dirección pues le saca el mayor provecho a la anécdota, con muchos elementos atractivos. Para este peculiar estudio familiar lo importante es el sentido del humor. Un filme agradable.

Cuando la anécdota es sencilla y se filma con la pretensión de hacer una película de culto, el resultado podría ser un churro o un bodrio. O sea, algo mal hecho pero divertido, o un producto de nula calidad. La pretensión está en, con el presupuesto suficiente, atraer presencias en otros tiempos célebres; estelares en decadencia, aunque aún con cierta aceptación entre el público, al lado de actores que parecen aficionados. Lo disparejo de estas cintas las vuelven festivales del ridículo. Con eso quieren convertir en taquillazo un entretenimiento —con una que otra idea chistosa, de mediano ingenio, siempre hecha al vapor—, producido al margen de los grandes estudios.

Amnesia (2018), octavo churro consecutivo del poco capaz Brian A. Miller, presenta una violenta aventura hecha con la mayoría de lugares comunes vistos en demasiados filmes policiales. Tiene, eso sí, agilidad. Trata de cómo un ladrón amnésico Mac (Matthew Modine, pasmado por no estar seguro si su cheque tendrá fondos), se relaciona con el duro policía Sykes (Sylvester Stallone, en plan “denme mi lana antes de que me dé más sueño”), y con Lucas (Ryan Guzmán, de Papi Chulo, el “protagonista” de la historia en involuntaria caricatura), que le da a Mac una droga experimental para recuperar la memoria y, claro, el botín perdido. Por supuesto, el lío se enreda de más, porque en películas como ésta la idea es engordarla con todo lo disponible a la mano —situaciones absurdas o ilógicas—, en escenas que nada aportan y filmadas al “ahí se va”. Al final todo resulta una mala broma. Un auténtico bodrio.

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