Llevaban el traje más viejo que tenían, con el cuello de la camisa subido hasta las orejas y los zapatos desabrochados, sin calcetines, con las manos en los bolsillos del pantalón y bajo el brazo, el paquetito de ropa limpia envuelta en periódico.

Era una escena típica de las mañanas sabatinas en la Ciudad de México, cuando los capitalinos acudían a las regaderas públicas en los años 20 para darse el “remojón” semanal.

Iban una vez a la semana, porque bañarse con agua caliente cuesta y las casas apenas tenían letrina.

El baño una vez a la semana se entendía como un mal hábito de las clases bajas, pero reflejaba desigualdad.

El reportero Ariel Nafarrete narraba en sus crónicas el peregrinar por los baños públicos de la ciudad. Ocurrió en 1922, pero es una realidad que se mantiene en este siglo.

Después del aseo, las personas salían con las caras rojas por el agua caliente, la piel de las manos arrugada y con un apetito “de todos los diablos”.

Era momento del “toniquito”, que podía ser un chupito de tequila o una gelatina para quienes no bebían.

“Recuerdo a un compañero de periodismo, excelente muchacho, activo, inteligente y correcto que pertenecía a la numerosa legión de los que nada más en su sábado o domingo se dan su semanario remojón”, decía Nafarrete.

El reportero narró que el muchacho llegaba al trabajo con su ropa limpia envuelta en periódico, asegurando que prefería no asistir a misa con tal de bañarse una vez a la semana.

“Dispénseme, pero ya me voy al baño, porque si se me hace tarde tendré que esperarme hasta el otro sábado y no quiero que se me pase uno, solamente cuando me siento acatarrado dejo de tomar mi sabroso baño tibio”, dijo el joven.

“Mientras él trabajaba a mi lado, tenía que usar una de aquellas mascarillas que inventaron durante la guerra, contra los gases asfixiantes […] Y todo esto sucede porque el gobierno no obliga a los propietarios de casas [en renta] que pongan en ellas baños bien acondicionados”, escribió Nafarrete.

El aseo diario, por más cotidiano que parezca, refleja las desigualdades en el acceso al agua. Su abastecimiento como servicio constante es relativamente reciente en México.

Durante los años de conflictos armados y hasta 1924, la dotación de agua en la Ciudad de México tuvo varios desequilibrios. Había largas temporadas en que el agua no caía durante el día.

En 1927 se cavaron pozos con bombas en los manantiales de San Luis Tlaxialtemalco, en Xochimilco, y en 1936 se perforaron los primeros 18 pozos profundos de entre 100 y 200 metros, hecho que marcó el inicio de la explotación intensiva del acuífero.

Para el doctor Raúl Pacheco-Vega, académico del Centro de Investigación y Docencia Económicas, “no hemos evolucionado en cien años. [Hoy] tenemos instrumentos jurídicos como el derecho humano al agua, pero seguimos cometiendo errores”.

El agua es un bien social y cultural, no sólo un bien económico. Un recurso natural limitado, fundamental para la vida y la salud, de acuerdo con un documento de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de 2014.

Por otro lado, el saneamiento básico es entendido como el derecho a eliminar higiénicamente las excretas y las aguas residuales, y tener un ambiente limpio y sano tanto en la vivienda como en las proximidades.

Pero no basta con ponerlo en el papel, dice Pacheco-Vega. “Se trata de cómo desarrollamos infraestructura para poderlo implementar en la realidad. Y la forma de hacerlo es mediante un nuevo diseño institucional mediante el cual la federación, que sí tiene la capacidad de recaudación tributaria, asigne apoyo a los municipios como parte fundamental del presupuesto”.

En 1923, autoridades capitalinas abrieron baños públicos gratuitos cerca de los mercados. “Estos baños facilitarán a la clase humilde su aseo personal, que de otra manera le es tan difícil, por carecer de elementos para ir a un baño donde tienen que pagar”, dice una nota publicada en este diario.

Mientras este sector apenas tenía dónde lavarse, otro interpretaba el momento del baño como “el más conveniente, el más completo”. Dos lecturas distintas sobre el mismo hecho, en la misma época.

Hoy tenemos conceptos como escasez, inseguridad y vulnerabilidad hídrica para explicar las desigualdades en el acceso al agua.

Fue hasta el 8 de febrero de 2012 que se elevó a rango constitucional el acceso al agua y saneamiento en México. Tener un retrete y suficiente agua limpia para cubrir las necesidades diarias, es un derecho humano.

“El gran problema es que nadie quiere aportar [dinero]. Cumplimos con los tratados internacionales, los firmamos. Pero no sólo es eso, es invertir y crear políticas públicas que realmente garanticen el derecho humano al agua”, comenta Pacheco-Vega.

Hasta 2006, un habitante de Lomas de Chapultepec consumía 63 veces más que alguien en Ecatepec, según datos recopilados por María de Jesús Valladares y Jorge Legorreta.

Sin embargo, la familia de Ecatepec pagaba diez veces más por el agua.

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