No es día de visita, pero las miradas son diferentes; hombres, algunos casi niños, reflejan esperanza, tristeza, incertidumbre, a veces hasta indiferencia.

El tiempo de encierro, poco o mucho, seguramente propicia que pasen mil cosas por el pensamiento o puede ser que todo lo contrario: que el encierro y la soledad, que la costumbre, deje la mente en blanco.

Es la primera vez para algunos, otros ya tienen como costumbre recibir, como en cada Semana Santa, a la máxima autoridad de la Iglesia católica del estado. El obispo de la Diócesis de Querétaro, Faustino Armendáriz, llegó al patio del Cereso de San José El Alto.

La iglesia, en donde cada domingo se oye misa, es un pequeño espacio que da lugar a unas 200 personas; el pasillo central encamina al templo en donde un Cristo crucificado, de más de dos metros, es el centro del edificio.

Es un inmueble de casi 10 metros de altura que tiene espacio en un segundo piso, como las antiguas iglesias, para la actuación del coro.

Afuera del recinto, previo a la ceremonia, hay una fila de hombres ataviados con túnicas, de esas que se usan todavía en el medio oriente; son los 12 discípulos de Jesús, internos que, por su buen comportamiento en el penal, se ganaron un lugar especial en la ceremonia del Jueves Santo.

Formados en dos filas, son una extensión de las bancas de madera que crean un pasillo directo al altar. Llega monseñor, todos de pie, el coro entona uno de los cantos de la iglesia, que llama poderosamente la atención, 50 hombres que en el segundo piso golpean con su pie derecho el piso marcando las notas.

Faustino Armendáriz se abre paso entre los reclusos que visten, por reglamento, pantalón azul y camisa o suéter blanco. Los apóstoles se dividen en dos grupos, seis a cada lado del altar, de frente a todos, igual que el obispo que en todo momento hace oración.

La lectura del día recuerda aquel pasaje bíblico antes de Cristo, cuando Dios pone a prueba la fe de los hombres; les pide sacrificar un cordero y comerlo, pintar las puertas de sus casas con la sangre del animal y esperar la llegada de una plaga que terminó con los primogénitos de aquellos que no siguieron estas instrucciones.

Otra lectura, es sobre el pasaje de la Última Cena, de cuando el hijo de Dios dio pan y vino a sus discípulos, representando su cuerpo y sangre, que en próximas horas sería derramada para el perdón de los pecados.

En las bancas de la iglesia hay hombres de todas las edades, cabecitas canosas y rostros de jóvenes que, en algún punto del tiempo, fueron detenidos y llevados a juicio; todos tienen que esperar a que llegue el domingo para recibir la visita de la madre, de los hermanos o de la pareja, algunos tal vez de los hijos y nietos.

En esa ceremonia solo hay 300 de los mil 500 que viven en el reclusorio. El obispo da paso a su reflexión, a la homilía; transmite el mensaje de amor que, dice, es el mismo que Cristo dejó a los hombres y que llevan los sacerdotes alrededor del mundo.

Lavar los pies es un símbolo de humildad, de servir al prójimo y de perdón. El obispo baja el primer escalón del templo y llega al primer discípulo, un hombre de barba de candado, de no más de 40 años; con una tina de plástico y una jarra de agua, le es vertida el agua en su pie derecho.

Una toalla blanca seca su pie y un beso de Faustino termina el ritual. El sentimiento se percibe, los ojos se enrojecen, se humedecen y, entre la multitud, se puede escuchar el ruido de la saliva pasando por la garganta, al menos así se escucha el bajar y subir de la “manzana de adán” en el cuello de aquél hombre.

Los rostros de los demás discípulos reflejan lo mismo, algunos dudosos de levantar el pie para recibir el agua bendita, pero lo tienen que hacer. Las lágrimas son incontenibles.

Uno es tan sólo un jovencito. Su piel sin arrugas y su mirada, casi de inocencia, permite adivinar que apenas rebasa los 18 años; de otra manera no estaría ahí, sino en el tutelar para menores, edificio que queda pasando la calle de este penal.

Otro es un señor, cincuentón, canoso, uno de los que entona cada canción en la ceremonia religiosa.

Quienes están en las bancas agachan la cabeza, otros siguen el ritual, asomándose entre los cuerpos de los compañeros que están al frente.

Al terminar el lavatorio, aunas velas rojas le son repartidas a los discípulos, quienes al final las dejan en un altar que representa el Santo Sagrario, ese sitio en donde yace el cuero de Cristo, representado con pan horneado por los internos.

La fe, reconoce las propias autoridades de la Dirección de Reinserción Social, ayudan a mantener un reclusorio tranquilo; hombres que rezan, meditan, reflexionan y que, en algunos casos, tratan de seguir las enseñanzas de la Iglesia católica, aquellas que se basan en el amor y el perdón.

La Pastoral Penitenciaria, uno de los brazos de la administración eclesiástica, que brinda servicio en el interior de los reclusorios, está acompañada de otros sacerdotes quienes, dentro y fuera del templo, escucharon la confesión de los presos, quienes pudieron recibir la eucaristía.

El padre nuestro entonado a todo volumen, los brazos elevados a media altura con las palmas apuntando al cielo, personas que recibieron una hora y media de tranquilidad, esa que esperan cada Jueves Santo, una tradición que no les es negada aun cuando están privados de su libertad.

La iglesia del Cereso está en el área de convivencia común, un sitio al que se llega luego de pasar incontables puertas y un laberinto de escalones, subidas y bajadas, que difícilmente conoce quien nunca ha estado ahí.

El Viacrucis. Frente al edificio hay un kiosko y a un costado unas bancas con palapa, una gran cancha de basquetbol, una plaza para actividades recreativas y un teatro al aire libre; al lado de esta plaza, la cafetería y una máquina de refrescos.

Al salir de la iglesia, decenas de sillas de plástico estaban listas para presenciar la representación teatral de la pasión y la muerte de Jesús. El Viacrucis también es una tradición al interior del penal.

El invitado especial, el propio obispo, vivió una representación que contó con elementos dignos de cualquier obra en los teatros del país.

Se vio una escenografía austera, paisajes pintados con brochas, rocas de papel, cortinas guindas a los lados de la escenografía, para tapar el área de producción y vestuario.

Entre los internos hay un artista, un hombre cuyo caso fue seguido por los medios de comunicación en 2010 por su relación con los de la high sociedad queretana. Productor musical y dueño de un estudio de grabación, ahí estaba, en los teclados, en la dirección y producción de uno de los pasajes bíblicos más importantes para los fieles.

Director del coro y del grupo teatral, su mano especializada es notable, con elementos teatrales que llevaron un acto de fe al punto del arte.

El demonio, representado con una túnica café, ente invisible, consejero de la multitud, de un Caifás y un Poncio Pilatos que, con todo y su lavado de manos, llevaron a Jesús a la Cruz.

Ahí participaron los discípulos, que minutos antes estaban frente al alta. Un Jesús que también dedicó meses de preparación para, en un espacio reducido como escenario, representar el máximo para la Iglesia católica.

Un vestuario hecho por los propios reos, que dejaba ver los pantalones azules reglamentarios por debajo de las túnicas, pasajes musicalizados, el gallo que cantó antes de que Pedro negara tres veces a su señor, espadas de madera y actuaciones destacables.

Así fue el Viacrucis en el reclusorio, de jóvenes y mayores, quienes entre la actuación y el canto vivieron su tradición a pesar del encierro.

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