Tenemos ya el Plan Nacional de Paz y Seguridad del gobierno de López Obrador. Debo decir, de entrada, que me parece una propuesta creativa y con elementos audaces. Una nueva relación con las drogas, como uno de los puntos del plan, es probablemente lo más llamativo y prometedor. El planteamiento de una política de prevención y, particularmente, la atención a los jóvenes, despuntan como elementos novedosos y promisorios. Ahora falta que el presupuesto y la coordinación institucional sean coherentes para que la propuesta tenga un impacto en la reducción de los niveles de violencia. Creo, asimismo, que en el tema de prisiones y reinserción, el texto programático permite esperar aperturas fructíferas.

El presidente le da una vuelta creativa al tema de la militarización del país, para quedarse exactamente en el mismo lugar, pero con un enfoque constitucional diferente. Es decir, el Ejército se mantendrá desplegado en abierta oposición a todo lo que él mismo dijo en campaña, pero resuelve la debilidad constitucional que, finalmente, quedó expuesta con la decisión de la Suprema Corte sobre la Ley de Seguridad Interior. La creación de una Guardia Nacional, que, en cierto sentido, es una policía nacional militarizada, despierta preguntas, las cuales tendrán que irse atendiendo en las próximas semanas.

Ahora bien, las consideraciones regeneradoras en el ámbito moral me parecen superfluas y redentoras. No propias de un Estado laico que debe imponer orden y el imperio de la ley y no visiones conservadoras de la tradicional familia mexicana que no corresponden, a mi juicio, con un gobierno de izquierda que quiere asumirse con identidad juarista.

Pero la omisión más importante y particularmente llamativa —porque uno de los redactores fue el próximo canciller— es la ausencia de una lectura regional del problema. La situación de México no es muy diferente a la que atraviesan otros países del hemisferio, desde Guatemala hasta Brasil. Ignorar la dimensión latinoamericana del problema me parece un tema que debe subsanarse. Pero más complicado aún es no integrar en el plan una visión clara de lo que debemos hacer con Estados Unidos. No hay estrategias de seguridad que no pasen por definir algún tipo de relación con EU, por las buenas y malas razones. Ellos son el origen de muchos de nuestros problemas, por su apetito insaciable de drogas y su irrefrenable capacidad de exportar armas, pero, al mismo tiempo, son una posible fuente de solución con cooperación y voluntad de atender asuntos como el lavado de dinero o la reducción de los flujos de sustancias ilícitas y armas. Temas que no merecieron ni siquiera media cuartilla en la exposición.

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