Más de 2.2 millones de personas realizan trabajos domésticos remunerados en nuestro país. De esas, 94.8 por ciento son mujeres. El 98.3% no cuenta con acceso a algún servicio de salud, 99.2% carece de contrato escrito en el cual se podrían especificar las horas de la jornada laboral, las prestaciones, deberes y vacaciones, y 71.3% no tiene prestación alguna. Representan 4.05% de la población económicamente activa y 6.08% de la población asalariada. La mayoría son mujeres entre los 25 y 44 años (45.9%) y entre 45 y 59 años (34%); el 28.4% es de “origen indígena”. El 26.9%, en 2018, eran solteras, el 52.6 se encontraban “unidas”, el 12.5 separadas y el 7.9 eran viudas. 7.4% carecían de estudios, 43% habían cursado la primaria, 35.8 secundaria, 12.4 preparatoria, normal o técnica y 1.2 licenciatura. El 14.9% no tenían hijos, 36% tenían uno o dos, 42.3 entre 3 y 5 y el 6.9 seis o más. El 32.7% ganaban menos de un salario mínimo, 9.6 el mínimo, 41.3 entre uno y dos y 9.4 entre 2 y 3. La inmensa mayoría (93.8%) laboraban “de entrada por salida”, el 4.6 eran “de planta” y 1.6 trabajaban de manera combinada. (La información anterior se encuentra en el muy ilustrativo trabajo de Graciela Bensusan, Perfil del trabajo doméstico remunerado en México. OIT, Nacional Monte de Piedad. 2019).

Sabemos además que es un trabajo que se realiza de forma disgregada. Por sus características, las trabajadoras domésticas laboran aisladas unas de otras lo que dificulta su organización. Suelen estar sujetas a un trato discrecional dada la asimetría de poder entre empleadores y asalariadas y por ello mismo son vulnerables. No son pocas, pero se encuentran “invisibilizadas” quizá por su dispersión, quizá por su falta de organización y voz y quizá por la insensibilidad social en relación a una realidad añeja, que ha estado presente a lo largo de las décadas, los siglos, sin demasiada atención.

Por ello, no es sino una buena noticia el anuncio de que esas trabajadoras deberán ser inscritas al Instituto Mexicano del Seguro Social. Se trata de que estén protegidas con servicios médicos, atención durante sus incapacidades, gocen de pensión, generen un fondo de retiro y puedan ejercer algunas prestaciones (guarderías o velatorios). Esos beneficios, como se sabe, no solo son para el trabajador, sino que incluyen al cónyuge, los hijos y padres. Un salto, que, de cumplirse, estaría contribuyendo a construir un piso mínimo de derechos para una franja poblacional tradicionalmente descobijada.

Ahora es necesario hacerlo realidad, es decir, que las trabajadoras sean apuntadas en el IMSS y puedan ejercer sus derechos. Marta Cebollada (Trabajo del hogar y trabajo decente en América Latina. OIT, Nacional Monte de Piedad. 2019), luego de estudiar los casos de Argentina, Brasil, Uruguay, Chile y Costa Rica, llega a la conclusión de que además de la iniciativa anterior es necesaria una “estrategia multidimensional” para lograr condiciones laborales y de vida satisfactorias para las trabajadoras domésticas. Y ello es posible. Baste señalar que mientras en Uruguay 66% tiene seguridad social, entre nosotros, ya se ha dicho, una insignificante minoría puede ejercer ese derecho.

Tomando en cuenta la experiencia de países similares al nuestro, Cebollada propone desatar campañas de información de los derechos de las trabajadoras. Es necesario modificar el sentido común para dar pie a relaciones contractuales reguladas y generadoras de derechos. Además, señala la misma autora, parece imprescindible, equiparar el trabajo doméstico con el resto de las actividades asalariadas y establecer sus especificidades en la ley. No estaría de más diseñar incentivos fiscales para que los empleadores registren a las trabajadoras, construir dispositivos de fiscalización (inspecciones laborales) ágiles y oportunos, buscar mecanismos de negociación colectiva, registros por internet accesibles y una fórmula simplificada para la afiliación al IMSS.

Un paso relevante…

Profesor de la UNAM

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