Nos referíamos ayer a las calamidades que enfrentó Miguel De la Madrid durante su sexenio, así como su reacción tardía ante los sucesos, especialmente en el caso del terremoto que sacudió a la capital mexicana en 1985.

De la Madrid, leal a los principios neoliberales que le inculcaron en Harvard, se levantó, al igual que todos los presentes, en el lunetario del Congreso (salvo Manuel J. Clouthier) y aplaudió tímidamente en señal de desaprobación. López Portillo le heredaba una economía desastrosa entre un llanto tragicómico que marcó el fin de su sexenio.

Le sucede a Carlos Salinas de Gortari quien vivió varios sucesos de crisis. Además del levantamiento zapatista de Chiapas y el homicidio del candidato Luis Donaldo Colosio, dos acontecimientos cimbraron su gobierno. Ambos tuvieron lugar en Guadalajara: el fuego cruzado en el aeropuerto de la capital jalisciense en donde perdió la vida el Cardenal José de Jesús Posadas, sacudió a la opinión pública.

La otra fue una explosión subterránea en el sector Reforma de Guadalajara en 1992. La destrucción de calles y casas por gasolina y gas que se acumuló en una gran zona de la ciudad, provocó pérdidas materiales y humanas cuantiosas. El presidente Salinas acudió esa noche a verificar la desgracia y platicar con las víctimas. En una transmisión en vivo, la televisión captó al mandatario arrancando una calcomanía que le había puesto el estado mayor presidencial en la chamarra a un joven a quien Salinas le pediría su testimonio. Nadie se hubiera dado cuenta pero el presidente despegó con violencia el papel engomado.

Ernesto Zedillo en su último informe de gobierno no lloró, pero su principal promesa de campaña se quedó en promesa. El bienestar para la familia no solo nunca llegó, sino que los niveles de bienestar de los mexicanos se redujeron dramáticamente durante su sexenio.

De ser un país considerado con un alto desarrollo humano en 1995, los reportes de organismos internacionales ubicaron a México como un país con un desarrollo humano medio en el 2000.

De Vicente Fox mejor ni hablamos. Su sexenio fue un desastre en sí mismo. Una caricatura de gobierno, un personaje de historieta.

Su sucesor, Felipe Calderón, tuvo que soportar los accidentes de dos de sus secretarios de Gobernación. Cuando le avisaron de la muerte de su amigo Juan Camilo Mouriño, solo se llevó las manos a la frente y quedó paralizado por unos minutos. Agentes del Estado Mayor Presidencial pensaron que estuvo a punto de infartarse.

Enrique Peña Nieto está curtido en eso de las desgracias. Como gobernador del estado de México varias veces se metió al centro de la crisis y proyectó la imagen de un funcionario oportuno y atingente.

Solo dos meses después de tomar posesión, se produjo una explosión en un edificio de la paraestatal Pemex. El misterioso suceso atribuido a acumulación de gases, provocó la muerte de 40 personas y 126 lesionados, así como también importantes daños materiales. El presidente se hizo presente unas horas después del suceso. Las interrogaciones se mantienen.

Con las tormentas de Guerrero y el desgajamiento del cerro en una comunidad, el mandatario apareció con el agua hasta las rodillas en un recorrido por la zona inundada del municipio de Coyuca de Benítez.

Antes, Peña Nieto había dejado a sus invitados en Palacio Nacional la noche del 15 de septiembre. Dio el grito y se fue a atender la contingencia. Lo malo fue que su director de Protección Civil era un improvisado funcionario que no actuó bajo los estrictos protocolos en catástrofes (aunque ahora argumente haber “alertado” a tiempo) y el director del Fonden, organismo gubernamental encargado de atender los desastres, José María Tapia Franco, durante las horas de la emergencia fue visto bebiendo y apostando en Las Vegas.

Negligencia, corrupción, llantos melodramáticos y personajes grotescos, se han acumulado en la historia de las desgracias nacionales del siglo XX y la mayoría de los presidentes del país han actuado bajo el pasmo o la seducción de los reflectores.

Editor y escritor

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