Hace unos días tuve el privilegio de entrevistar a Amin Maalouf y en la charla me hacía notar que la humanidad ha tenido una pausa de poco más de un año para reflexionar sobre su condición y replantearse una trayectoria diferente. Recluidos en nuestras casas y escuchando cómo la muerte acechaba en nuestro entorno, pudimos pensar en lo que significa el tipo de vida que hemos llevado. ¿Cómo organizamos nuestra vida cotidiana, nuestro trabajo, nuestro entretenimiento? La forma en que construimos casas, edificios y recintos universitarios; el modo en que viajamos y consumimos. Y queda claro que, al mismo tiempo que somos una especie capaz de desarrollar vacunas de alta eficiencia en poco tiempo, también somos capaces de destruir el entorno e incluso de propiciar con arrogancia y desparpajo nuestra autodestrucción.

Nunca habíamos tenido como especie un momento para mirar en retrospectiva quiénes somos. Somos un triángulo que une la individualidad con la sociedad nacional y la especie en general.  Salvo algunos iluminados y gente movida por un altruismo conmovedor, el resto de los seres humanos continuaremos haciendo las mismas tonterías que hacíamos antes de la pandemia. Seguiremos con nuestras prácticas gregarias de divertirnos en lugares cerrados, que hoy sabemos son altamente insalubres y seguiremos consumiendo a mansalva, pues nuestra insatisfacción es tan constante como nuestro ánimo de sobrevivir.

Nos seguiremos atiborrando de drogas, fármacos y bebidas para olvidar nuestra circunstancia. Es impresionante constatar que, en el año 2020, cerca de 100 mil personas murieron en los Estados Unidos por sobredosis. Que mueran tantos americanos es una tragedia, pero al mismo tiempo, hay un efecto no deseado en otros países que sufren, como el nuestro, el flagelo de los grupos criminales que trafican con esas sustancias. Volvemos al viejo tema de si la culpa la tiene quien provee la droga o quien la consume, pero lo que es claro es que la estupidez humana sigue generando, con sus prohibiciones, violencia y desamparo, desesperanza y destrucción.

Lo mismo puede decirse de la forma en que edificamos ciudades y edificios. La falta de sentido práctico nos ha llevado a que en muchas viviendas no existan escaleras cómodas y se privilegie el uso de ascensores y que en su majestuosa “chaparrez”, edificios de 7 u 8 pisos no tengan más ventilación que tóxicos aires acondicionados. Son un monumento a lo insalubre. Buena parte de nuestra vida sigue pendiente de ser reformulada para combinar las nuevas tecnologías con ese desplazamiento irracional de gente por las calles de la ciudad sin que le demos tregua al ambiente, a nuestros pulmones y a nuestro sistema nervioso. Ahora el desafío viene en el ámbito educativo, el retorno de los niños a la escuela es un imperativo, pero también es imperativo preguntarse: ¿qué hemos aprendido después de esta larga pausa?, ¿qué significa el poder disponer de tecnologías que complementen la educación presencial? y ¿de qué forma vamos a hacer más eficaz la interacción entre profesores y estudiantes en ambientes igualmente saludables?

Está claro que la pausa ha sido una oportunidad para que nos reencontremos con nosotros mismos y revaloremos la posibilidad de disfrutar de más tiempo para leer, reflexionar, meditar o rezar, según el gusto de cada cual. Pero más que un tema individual —que por supuesto es muy relevante— creo que los gobiernos de las grandes ciudades deberían preocuparse por abrir foros de reflexión sobre el tipo de vida después de la pandemia. Un tipo de vida que, a mi juicio, debería tomar en cuenta la sugerencia que hace algunos meses planteó Julia Carabias y un grupo importante de científicos y es que tenemos que hacer las paces con la naturaleza si queremos sacar algún provecho duradero de esta larga pausa.

Analista.
@leonardocurzio

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