En días pasados, Claudia Sheinbaum, jefa de Gobierno de la CDMX, informó sobre la sustitución de la estatua de Cristóbal Colón por un monumento a la mujer indígena. El anuncio del reemplazo revitalizó un antiguo debate entre especialistas y la opinión pública en torno a los agravios históricos, la identidad y las disputas políticas.

Percepciones múltiples y diversas se agolpan como resultado de esta decisión. Retirar la escultura de Colón para colocar a una mujer indígena en el marco de una batalla cultural liderada por el actual gobierno, no es una cuestión menor. Todos los monumentos representan símbolos en los que se guardan huellas, no solo de la visión de los vencedores sino también de los vencidos. Nunca uno mismo, desde sí mismo, alcanza al otro. El otro nos es vital porque en él se deposita el secreto de lo ocurrido. Desaparecerlo conlleva el borramiento de nosotros mismos.

No es hurgando en la propia conciencia que lograremos revertir los agravios históricos sufridos, ni las injusticias perpetradas por los dominadores. Por ese camino no llegaremos a ningún sitio. Vernos con la mirada del otro permite desmontar la pretendida razón universal europea. Precisamente porque este acto se realiza desde la exterioridad de los pueblos históricamente negados, sojuzgados, oprimidos que mantienen a salvo su memoria.

La memoria es justicia, pues sin memoria de la injusticia no hay posibilidad de resarcir los daños a las víctimas. De qué sirve cambiar una estatua por otra si continúan repitiéndose los ataques a la dignidad y privación de los derechos de las poblaciones indígenas. Despojo de tierras y agua, desplazamiento forzado, asesinato de líderes defensores del medio ambiente, por decir lo menos.

Mediante la memoria se hace presente el pasado. Sin memoria los crímenes cometidos expiran, caducan. La estatua de Colón, situada durante casi 150 años en el Paseo de la Reforma de la CDMX, no solo evoca el triunfo de los colonizadores españoles —cimentado en las lágrimas de los vencidos—, la experiencia de la esclavitud, de la violencia de la conquista, del maltrato inhumano de los encomenderos, suscribe también “que no fue triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy”. La injusticia pasada, si no es recordada, es como si jamás hubiera existido. De modo que las generaciones siguientes edificarían su mundo sobre la espalda de las víctimas.

En realidad, lo que debería estar en el centro de la discusión en este momento tendría que ser la salvaguarda de los derechos de las mujeres indígenas, de sus comunidades, frente a los atropellos de las arbitrariedades del poder.

No se trata de afirmar con monumentos que nuestra palabra vale más que la de otros. Es necesario tomarnos en serio lo que significa la presencia múltiple y diversa de las comunidades indígenas en el México de hoy. No estamos frente a un anacronismo, el trato desigual e injusto que recibieron estos pobladores en la época de la conquista, es una práctica que continúa repitiéndose hasta nuestros días.

Doctorada en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM y Posdoctorada por la Universidad de Yale

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