Los que hablamos español, cuando deseamos valorar un regalo, decimos la palabra “gracias” compartida, con variaciones, con otras lenguas romances. Otros idiomas no tienen un vocablo tan antiguo y profundo para expresar agradecimiento y a la vez un anhelo.

La gracia divina, en la teología cristiana, se considera santificante y se refiere a un favor especial concedido por Dios al ser humano para ayudarle a cumplir sus mandamientos, salvarse o ser santo. También puede ser un acto de amor inmerecido que Dios realiza para llamar a las almas junto a sí.

Los que tenemos formación judeo-cristiana, desde pequeños hemos escuchado sobre el estado de gracia. En el Antiguo Testamento se menciona desde el Génesis: se habla de la gracia como la base de las relaciones personales: “Halle yo gracia ante vuestros ojos y daré lo que me dijereis”, dijo Siquem al padre de Dina, de quien estaba enamorado. Este es el inicio de la integración del pueblo judío.

San Agustín y otros doctores de la Iglesia escribieron sobre la gracia y analizaron la posición de Pelagio, quien sostenía que la gracia, es decir la intervención de Dios en el corazón humano para llevarlo a hacer el bien, impediría que los fieles decidieran por sí mismos. Desde el Concilio de Cartago, en el año 418, los exégetas han analizado estas minuciosas cuestiones con paciencia.

Mi trabajo me ha permitido enseñar el español a miles de extranjeros, en México y en Estados Unidos. Sus preguntas me llevan al análisis de la palabra “gracias” y su vínculo con lo gratuito, lo que se regala a cambio de nada, como los dones que vienen de Dios. Por cierto, cuando nos despedimos de alguien le deseamos la protección del Creador: “Adiós” tiene que ver con la expresión de un deseo: “Vaya usted con Dios”. Le auguramos la compañía divina en su camino a casa.

Vivo enamorada de mi idioma.

Antonio Machado dedicó a un árbol el poema “La gracia de tu rama verdecida”, para expresar el milagroso verdor de las ramas que se vuelven a llenar de hojas luego de estar desnudos, expuestos al frío del invierno cuya nieve forma montículos blancos, como esculturas efímeras, llenas de gracia. Una de sus estrofas dice: “No; tu augurio risueño, / tu instinto vegetal no se equivoca: / Soñaré en otra almohada el mismo sueño, / y daré el mismo beso en otra boca”.

Vuelve la primavera al árbol y un nuevo amor al hombre inquieto.

Hay quienes buscan la gracia más completa, la gracia plena. Amado Nervo describe así a su amada: “Todo en ella encantaba, todo en ella atraía / su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar... / El ingenio de Francia de su boca fluía. / Era llena de gracia, como el Avemaría. / ¡Quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar!”.

Ana Cecilia hablaba francés y era bella. Su gracia, según el poeta, emulaba a la de María, madre de Jesús.

Hay varias diosas en la mitología griega: simbolizan el encanto, la belleza, la naturaleza, la creatividad humana y la fertilidad. De ellas se escogieron las tres más importantes: Aglaya (belleza), Eufrosine (júbilo) y Talía (fertilidad). Se les llamó las Gracias, y también Cárites. Los artistas las han pintado, les han dado forma de mujer en escultura, los escritores de la Antigüedad les inventaron historias.

Neruda, en su “Oda a las gracias”, resume mi sentir: “Gracias a la palabra / que agradece, / gracias a gracias / por cuanto esta palabra / derrite nieve o hierro. // El mundo parecía amenazante / hasta que suave / como pluma clara, / o dulce como pétalo de azúcar, / de labio en labio pasa / gracias grandes a plena boca / o susurrantes, / apenas murmulladas, / y el ser volvió a ser hombre / y no ventana, / alguna claridad / entró en el bosque. / Fue posible cantar bajo las hojas. / Gracias, eres la píldora contra / los óxidos cortantes del desprecio / la luz contra el altar de la dureza”.

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