En un agudo ejercicio retrospectivo, La Herencia. Arqueología de la sucesión presidencial en México, Jorge Castañeda evidenció algunas de las consideraciones que ayudaban a los presidentes a decidir quién sería su sucesor. Si sentían la necesidad de priorizar la estabilidad política apostaban por el secretario de Gobernación, pero si su preocupación era lo económico veían al de Hacienda, o al de Programación y Presupuesto. Con estas pautas, no es casual que las élites gobernantes vieran en los sucesores a los continuadores de su programa político, quienes podían concretar sus proyectos inconclusos, confiando en el mantenimiento de su influencia política transexenal.

La alternancia del año 2000 fracturó la convicción bien arraigada de que en la Presidencia de la República se encontraba el eje articulador del equilibrio y las lealtades políticas, así como la principal instancia de control político de los gobernadores, lo cual vendría a favorecer, en ese y en los dos sexenios posteriores, que en los estados se erigieran auténticos virreinatos encabezados por Ejecutivos ávidos de gobernar sin controles de la Federación, y bajo la más férrea intervención de las instituciones locales.

No es casual, en consecuencia, que en esta escalada de poder, los gobernadores no se hayan conformado con tener el control de sus Congresos, para asegurar la aprobación de sus montos de endeudamiento y de la cuenta pública, sino que hayan buscado escalarlo a los poderes judiciales, las fiscalías y procuradurías, algunas de ellas diseñadas para ser transexenales, a fin de resolver en su favor cualquier eventualidad, intimidar a sus adversarios y garantizar su impunidad futura. Pero no conformes, llegaron más allá, y no tuvieron miramientos para ordenar una abusiva injerencia en los órganos electorales, preocupados por hacerse del control de las elecciones y de su propia sucesión, de las instituciones de transparencia y rendición de cuentas, para tener la llave del baúl que aloja la memoria histórica de su gobierno, y de las instituciones de derechos humanos, para ocultar cualquier acto de represión e intimidación de los grupos sociales disidentes.

Han sido, sin embargo, los comprobados actos de corrupción que hoy pesan sobre varios gobernadores, los que han venido a aderezar un ingrediente más. La preocupación por cubrirse las espaldas y asegurarse el no ser perseguidos al concluir sus respectivos mandatos, los ha llevado a fortalecer su influencia dentro de su propio partido político, y a hacerse del control de las dirigencias de los partidos de oposición, con el propósito de tener alternativas y de que no hayan sorpresas por si la sucesión se les llega a complicar. Con ello, la facultad metaconstitucional de elegir al sucesor, parece haber dejado de privilegiar a quien demuestra mayor afinidad política con el proyecto del gobernador saliente, para optar por aquél que le garantice total impunidad a él, a su familia y a su círculo más cercano de colaboradores.

Asistimos así a una gran paradoja, ya que en un contexto en el que hemos logrado que los votos que ingresan a las urnas cuenten y se cuenten de manera efectiva, los mismos parecen emplearse, no tanto para que el pueblo elija libremente a sus gobernantes, sino para únicamente convalidar o ratificar la decisión previamente tomada por el gobernador en turno, dentro de un abanico de opciones mayoritariamente diseñado por él.

Acaso por ello, el ejercicio republicano al que acudimos sexenalmente, muestra signos de gran debilidad, ya que la realidad política lo ha venido desvirtuando hasta hacerlo parecer una escenificación cuidadosamente elaborada para que las élites gobernantes se mantengan en el poder, con su capacidad de influencia política intocada y su manto de protección institucional garantizado, en beneficio de su impunidad.

En este contexto llegaremos a 2018, al proceso comicial más complejo y abultado de nuestra reciente transición democrática, en donde todo parece indicar que seremos puntalmente llamados y cálidamente bienvenidos al más grande ejercicio de convalidación de una clase política empeñada en no oxigenarse, no renovarse y que se resiste a ser democratizada.

Académico de la UNAM. @AstudilloCesar

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