(Incluso las libertades informativas). La palabra ajuste se reproduce con frecuencia en la Era de Amlo. Se aplica a la baja del crecimiento económico y de los estándares de empleo e ingreso que un estrato considerable de asalariados y clases medias había disfrutado, con razonables niveles de vida, identificados ahora como corruptos. Pero en general lo habían logrado con su esfuerzo, por las condiciones económicas del país y también por los derechos conquistados en varias generaciones a través de sistemas diversos de seguridad social del Estado y de aseguradoras privadas. El objetivo explícito del actual ajuste, en el sector público, es liberar recursos para distribuirlos directamente a los más desprotegidos. Pero este ajuste sacrifica derechos laborales y sociales arraigados institucionalmente, a fin de financiar un programa de entregas directas de recursos en un marco de clientelismo político electoral.

Esto conduce ya a una crisis de las estructuras institucionales, como lo muestran las movilizaciones de médicos residentes del sector salud, frente a un proyecto de igualdad que, en lugar de propiciar la elevación de marginados, tiende a emparejar a la baja los niveles de vida de quienes alcanzan alguna cota o expectativa de bienestar. Es un proyecto que no toca a los más privilegiados y en cambio desvaloriza a profesionales en formación o en plenitud y descalifica a quienes han o habían logrado empleos, prestaciones y ascensos en el mercado de trabajo. Por último, es un esquema que le asigna mayor valor político y social (e importantes transferencias presupuestales directas) a quienes lamentablemente no han accedido al estudio ni al trabajo, lo cual desincentiva la vía al estudio y al trabajo e inclina a estos grupos a la oferta paternalista y clientelar del gobierno.

Pero más explícito resultó esta semana el ajuste salido de la mente de nuestro mandatario al sistema de libertades informativas y de opinión alcanzadas en México en las últimas décadas. Con un lenguaje de inequívoca amenaza, aunque después negó que lo fuera, el presidente López Obrador les advirtió a los periodistas: “Si ustedes se pasan, pues ya saben ¿no? lo que sucede”. Se refería a las represalias masivas —que se registraron en los medios internacionales— infligidas por su maquinaria en redes a Jorge Ramos, de Univisión, quien le corrigió al presidente cifras de muertes violentas y lo cuestionó por descalificar medios y negarles el derecho a reservarse sus fuentes informativas.

Lavarse las manos

Tras esa amenaza, el presidente se lavó las manos de las injurias provenientes de sus “benditas redes sociales”, como anticipándose al inminente viernes santo. Sí. Pasado mañana se recordará en iglesias y películas de la tele a Poncio Pilato haciendo lo mismo, cuando dejó que la plebe decidiera por crucificar a Jesús. “Pero no soy yo”, quiso aclarar nuestro presidente respecto del origen del linchamiento cibernético a Ramos: “es la gente”. Y aquí resulta obligado recordar la atribución a la voluntad de los pueblos, de las atrocidades de los regímenes totalitarios. Y mientras se establece la identidad del instrumentador de las campañas contra los críticos de Amlo, no me resisto a traer a cuento otra vez la acusación de Lucas Alamán a Lorenzo de Zavala de ser el “organizador de la canalla”, detrás de la fiebre de libelos de los primeros años el siglo XIX, como lo recoge Rafael Rojas en su texto “Una maldición silenciada: el panfleto político en el México independiente”.

A la baja, educación y constitución

Y enviado este texto, me entero que la Constitución en la Era de AMLO va tan a la baja que puede invalidarse por un simple “memorándum” del Ejecutivo. De hecho el presidente de la República les ordena a varios de sus colaboradores incumplir la Carta Magna en las disposiciones relativas a la reforma educativa. Adiós al Constituyente Permanente compuesto por las Cámaras del Congreso Federal y las de los Estados. Adiós a la calidad educativa en México.

Profesor Derecho de la Información, UNAM

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