Tengo un Ewok en casa, ese personaje que sale en Star Wars, ahora lo tengo conmigo, duerme a mi lado y me sigue a todos lados.

Es de patas cortas y tiene manchas negras en su pelaje blanco, en ocasiones nos encontramos con niños que dicen: “Mira mamá parece una vaquita”.

Su nombre es Bongo, tiene seis años y ronca desenfrenadamente por la noche, en ocasiones me llega asustar con esos ronquidos que parecen de una persona adulta. Es exigente con la comida y de naturaleza huraña.

Nació visco, “tiene vista panorámica”, dice mi hermano, y tiene un parche negro en su ojo derecho, es un Ewok adorable por su cara redonda y ojos saltones.

Recuerdo el día que visitamos por primera vez el veterinario, “Tienes que tener cuidado con esta raza de perritos shitzu, si se estresan mucho se le salen los ojos”, ya te imaginarás la imagen que se me vino a la mente al escuchar ese comentario: Bongo con los ojos salidos como al actor Jim Carrey interpretando al personaje de “La máscara”.

Bongo es mi mejor amigo, desde que llegó a mi vida ya no me siento sola, estoy agradecida con él, por su amor incondicional. Tenemos una forma de comunicarnos muy especial, yo le doy voz a sus necesidades, seguramente muchos también lo hacen, nos volvemos tan íntimos con nuestras bendiciones que sabemos lo que nos quiere comunicar o al menos, eso creemos.

Tiene una forma en especial de mostrarme cuando algo le molesta, estornuda a manera de “Hey, te estoy hablando”; cuando la comida no le gusta me avienta el plato con su hocico, o con sus patas equeñas tira las croquetas. Por la mañana es el primero en levantarse, y para avisar que ya se paró va y estornuda en mi cara, y el muy descaradito se vuelva a acostar, así como “Ups, te levanté”.

Bongo tenía un juguete favorito que se llamaba Momo, era una bola de peluche café con ojos y cuerpo de mecate. Para todo era Momo, si salíamos cargaba con Momo, si lo bañaba (Bongo odia el agua) se desquitaba con Momo. Hasta que un día terminó rompiendo a Momo, sacándole todo el relleno de algodón. Traté de arreglarlo, pero ya era imposible así que lo tiré, pero Bongo sigue buscando a su Momo, a pesar de que tiene otros juguetes y a Loco —que es parecido a Momo—, pero Bongo no lo quiere.

A Bongo no le gusta convivir con los de su especie, le gusta tener su espacio y que sea respetado, porque si no se rebela ante el que quiera pasarse de listo.  Tiene un enemigo cerca de casa, es peludo, blanco y chinito; le apodamos El Cosito, es un French Poodle, no pueden tener contacto visual porque sacan sus peores ladridos. Bongo puede saber si El Cosito pasó cerca porque tiene un olfato muy fino y empieza a marcar nuevamente su territorio con el chorro de agua amarillo para que se entere que él ahí manda.

Bongo camina con una ligereza moviendo sus caderas, adora sus paseos matutinos, vespertinos y nocturnos. Cuando orina, lo hace primero de un lado sin mojarse las patitas (porque ‘iugh’, odia mojarse las patas) y después con cuidado se voltea para hacer del otro lado marcando como una X a su paso.

Por la noche tiene un modo especial de dormirse, panza pa’rriba se tuerce como una lombriz, es juguetón y siempre me recibe con amor. Sabe obedecer indicaciones como: sentarse, echarse y dar la vuelta, obedece siempre y cuando el premio sea algo que valga la pena.

En ocasiones sin que nadie se dé cuenta, sigilosamente se mete al baño, para ir en busca de papel higiénico de la basura y, cuando es sorprendido con el papel en la lengua a punto de ser tragado, lo escupe viéndote como “Ni idea de cómo llegó hasta aquí”.

Y así es Bongo el Ewok, este pequeño peludo que mueve su cola en círculos cada vez que me ve llegar, que se recarga en mi hombro para darme un abrazo. Mi huraño que tanto amo.

Cuento. Con ustedes Bongo, el Ewok
Cuento. Con ustedes Bongo, el Ewok

Para Izamary, la escritura tiene el don de sanar cualquier herida y transformarla.

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