La tierra prometida

Un hombre quiso ver el mundo

Que siempre estaba lejos.

Jorge Fernández Granados

Siempre me ha parecido un acto milagroso acercarme a ciertas lecturas que me permiten encontrarme frente al misterio de la palabra: pensar en los millones de años que debieron transcurrir para que el hombre pudiera desarrollar un código complejo y bello en su música, para poder nombrar, paradójicamente, lo más sencillo y lo más simple.

Y es cuando estamos frente a un ensayista, cuando parece que el acto de la lectura consiste en asumirse en el mismo momento de la Creación, y, como Adán, el autor comienza a nombrar y significar el mundo a su imagen y semejanza. Así, el ensayista detiene nuestra cotidianidad para decirnos: detente, mira ahí, ve y mira ahí, ve y anda allí, donde yo estoy resignificando.

Las piedras y el arco, colección de breves ensayos que hoy entrega en nuestras manos Jorge Esquinca, nos vuelve a este estado primigenio, donde el hacedor de palabras nos descubre el asombro de aquello que lo ha arrobado días y noches enteras, horas de lectura y relecturas, de viajes y encierros, de silencios y atenta escucha, tratando de asir la metáfora primigenia: aquella imagen que es origen en la palabra.

El libro que hoy nos convoca parte de las visitaciones a las cosas, a los lugares. Y es el ensayista quien trae a la conversación al propio Rilke para hablar del verbo en el tesoro del silencio, del lugar de la contemplación como: “la indicación de un lugar donde la palabra poética echa raíces para abrazar al mundo”. ¿Cómo asumir la existencia de las cosas? En ese instante de asir el detalle mínimo, Jorge Esquinca vuelve nuestra atención al viento: “No se muevan./ Dejen hablar al viento” (Cantos, de Ezra Pound). Y sólo cuando uno está dispuesto a dejarlo todo, parece ser que el todo se vuelca en nuestra contra: sonidos, imágenes, colores, texturas, recuerdos que desbordan la existencia y, entonces, la palabra… tejedora incansable, comienza a confeccionar el preciso lenguaje.

Con el todo contra sí, con el todo que es Jorge Esquinca (por decir poco: relecturas, metáforas, música, imágenes, traducción), con ese “todo”, decía, Jorge desteje y entreteje sus obsesiones, que son las obsesiones del equilibrio que hace emerger el mínimo detalle: entonces comienza a reflexionar sobre el inicio y el fin del abecedario: “Imantación de las palabras que comienza con esas dos letras, la primera y la última: azoro, azorada”. Y es el azoro el que nos descubre una larga lista de revisitaciones que pasan por Dante, Goethe, San Agustín, Dickinson, Mallarmé, Valéry, Rimbaud, Eliot, Pound, Woolf, Baudelaire, Paz, Lorca, Borges, Elizondo, Rulfo, Hernández, Fernández Granados. Y, a la lista de las grandes reminiscencias, se suman el canto de la madre, el cuerpo de la hija que se entrega en la danza, el instrumento que hace del hijo música, el zumbido de un enjambre de abejas en la cabeza, la fotografía de juventud vista por los años, el paisaje que se desdibuja en el trazo de una bailarina y la ciudad.

Y… además, el ensayista es traducción, y cine, Praga y Guadalajara, literatura y música, infancia y lucidez. Ritmo de una prosa que reflexiona sobre “las sensaciones y vislumbres que se presentan en el momento de despertar cada mañana”. Más que confesiones, “confecciones”, cuando leemos a Esquinca estamos frente al rumor del viento, el ritmo del viento sobre el vértice de la pintura, sobre la geometría de un edificio que es “arca, arcano, barca”, murmullo de los pájaros al nacer, medida exacta del ancho de un cabello, densidad de una nube amarilla en el cielo, texturas de cosas que uno debe volver a ver: una silla, un pisapapeles, una piedra, el agua.

Entonces, Jorge Esquinca vuelve a las palabras que ya fueron dichas, pero a las que es urgente y necesario regresar, y cita a Valéry, quien cita a Mallarmé, y de quien Jorge vuelve a disgregar: “No dejo de pensar en esa libertad que es ‘casi’ perfecta, ni en la resolución de ciertos hacedores que encuentran en ese ‘casi’ una condición esencial de la metáfora primigenia”. Una metáfora primigenia que en Paz encontró la fraternidad con los árboles y su poesía, que a Lorca lo llevó a ir más lejos para hablar y encarnar el impulso del duende creador, que a Fernández Granados reveló los ojos oscuramente iluminados por la palabra. Paolo Uccello, una mariposa detenida en el ámbar, la belleza de la destrucción en Alejandría, un pequeño álbum de estampas urbanas, los Beatles, la traducción, la abeja, la hormiga, la araña, Piero della Francesca, y un precioso etcétera que nos muestra sus infinitas gradaciones.

Porque “El acto de mirar con atención es ya un gesto creador”, escribe Esquinca, y es precisamente, sobre ese acto creador que Las piedras y el arco esculpen, edifican, construyen. Para ello es necesario leer con atenta precisión el epígrafe de Italo Calvino que elige el creador para iniciar la lectura. ¿Cuál es el arco, de qué puente? Un puente que media entre dos mundos, entre lo real y el sueño: vigilia, alianza de la transición, anhelo de un cambio, concepción de la Otra orilla. Y, al mismo tiempo, nos vemos obligados a pensar que “sin piedras no hay arco”, no hay alianza. Las piedras, que son “música petrificada en la creación”, pilar y duración, cohesión de lo mínimo, nos entregan estas palabras que constituyen el arco de la creación poética.

Las piedras y el arco de Jorge Esquinca
Las piedras y el arco de Jorge Esquinca

Sello.  
El libro Las piedras y el arco fue 
publicado por el Fondo Editorial UAQ.

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