Mi tía Rosa siempre tuvo una devoción infinita por Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Nunca logré comprenderla y menos con la vida que tuvo. Hace poco platicando con Arnoldo entendí que las personas necesitan creer en algo más grande que ellos mismos, en algo que en cierto punto de su vida y dolor pueda interceder por ellos y salvarlos con un milagro. ¿Por qué? Pues porque así es la receta.

A mis 30 sólo me persigno cuando voy a manejar en carretera y cuando lo hago, pienso en que es mi mamá la que me cuida, así mismo lo hago si persigno a mis hermanos. Siento que con eso voy protegida. ¿Por qué? Porque así lo siento, no hay mayor explicación. Insisto así es la receta. Ahora, dentro de este ritual existe todo el sentido común, persignarme no me salvará de un accidente y definitivamente mi mamá no intercederá por mí a causa de las consecuencias de mis actos. Es tierno que la mayoría de los mexicanos realmente crea que hay una figura divina que estará ahí para ellos sin esperar nada a cambio.

Pero vaya todo esto es consecuencia de la mejor estrategia de marketing que haya existido en la historia de las conquistas: La Virgen de Guadalupe, “La Morenita del Tepeyac”, Nuestra Señora de Guadalupe, “La Reina de México”. Hay mucho que decir sobre este brillante personaje.

A una visionaria o visionario, después de vivir y comprender al pueblo mexicano como un pueblo de fe, se le ocurrió la brillante idea de crear una figura a la imagen y semejanza del indígena: una mujer morena, humilde, sencilla y de corazón noble. Ahora esta mujer se presentaría como “La perfecta siempre virgen santa María, madre del Dios verdadero”. Recuerden, la madre de un Dios bueno, nada violento, que no pide sacrificios, ni grandes edificaciones, el Dios de los pobres, el que a sus ojos todos somos iguales, Dios quien sacrificó a su único hijo para salvar al mundo de nuestros pecados. ¿Qué clase de Dios prehispánico haría algo así? Ninguno, aquellos eran Dioses de sangre, vanidosos y vengativos. Vaya, vaya, no suena nada mal hacer una catafixia y depositar las esperanzas en un Dios cuya madre morena y tierna se plasma en la tilma del ahora Santo Juan Diego antes Coauhtlatoatzin. Brillante. Emplear la imagen de una mujer que pisotea el infierno para envolverse en un manto de estrellas y que te mira como solo una madre puede mirar a sus hijos: con eterno amor y compasión.

Es difícil identificarse con esta imagen de mujer santa, perfecta, siempre virgen y madre por designio divino. Ya no nos creemos el cuento o por lo menos, no todas, no todos.

Mi tía Rosa era una mujer que falleció a los 86 años. Estaría muy molesta conmigo si leyera estas líneas, porque para ella la fe es importante y real. La fe era la única que la mantenía viva después de tanta tragedia, muerte y dolor. Rosita, originaria de una de las tantas comunidades rurales del estado de Veracruz, fue la menor de ocho hijos, su padre no quería a sus hijas mujeres por el simple hecho de ser mujeres, así que siempre has hizo menos. Rosita tuvo que trabajar desde muy pequeña para poder sobrevivir, ella dice que aunque eran tiempos difíciles, ella era feliz porque sabía que su madre la amaba y su madre le decía que Diosito en algún punto se acordaría de ellas y su suerte cambiaría. Pasó el tiempo y llegó a edad casadera, se casó no sé si enamorada o un poco desesperada por cambiar el rumbo de su vida. Tuvo siete hijos propios y casi toda la comunidad por vocación y estar sobrada siempre de amor y atenciones. Mi tía Rosa era la madre de todos, no importaba tu generación, si vivías ahí o estabas de paso, ella siempre tendría para ti un plato de frijoles y un jarro de café con bocolitos. Siempre te recibía con una sonrisa, ahí sentadita en su sillita de ruedas o en una silla cualquiera. Mi tía Rosa ya no caminaba cuando yo la conocí, fue víctima de una negligencia médica en una cirugía de cadera que la dejó inmóvil. No demandó.

—¿Por qué no los demandaste tía? —le pregunté el día que me atreví a interrogarla sobre por qué no caminaba y se lo pregunté molesta porque ya sabía su respuesta.

—Pues porque así es la vida mijita, uno no tiene tiempo de andar en pleitos, hay mucho que hacer. Además, Diosito no me dejó morir, si me quiere viva y sin caminar es por algo —no respondí, pero ella me percibía enojada—. No te enojes machita, mira qué afortunada soy de que tú siempre te acuerdas de mí y me vienes a ver, yo te quiero mucho.

—Te quiero más tía —respondía siempre abrazándola y besando sus manitas que ya temblaban por la edad.

—Ya es hora de mi rosario machita, vente.

Yo sólo la empujaba hasta el altar que tenía en su cuarto, una mesa de madera llena de polilla, le colocaba un trapito en la cabeza por si comenzaba el sereno, le ajustaba las medias y los calcetines, le acercaba su rosario y la Biblia y salía de la habitación. La dejaba rezando sola mientras afuera yo lloraba todos sus dolores y su pasado.

Rosita tuvo siete hijos, dos murieron al nacer. Ella les reza todos los días, eran hijos deseados y los amaba a pesar de la muerte, porque así es el amor de madre. Sus tres hijos menores vivían con ella, uno de ellos era el sacerdote de la comunidad, Ninfa era su compañera y Severito había nacido con una malformación en las piernas y se transportaba con sus brazos. El esposo de Rosita falleció de cáncer de pulmón, nunca vi a nadie hacerse humo, hasta que lo vimos morir a él. El hijo mayor de Rosita fue atropellado por un camión. Los hijos duelen, decía ella. También me tocó ver morir a Ninfa de cáncer en una pierna que terminó por carcomérsela, después se pasó a los pulmones y ahí si no pudo sobrevivir. Mi tía enterró a casi todos sus hijos, ella y la muerte eran tan cercanas. La condición económica no era buena, ayudábamos en lo que podíamos y siempre pienso que pude hacer más, pero tenía 16 años y una visión minúscula del mundo.

Mi visión de dios como un ente compasivo, antes, durante y después de mi tía Rosa, no existe.

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