Mi mamá quería dedicarse a las letras, alguien en su camino le recomendó que la ingeniería le daría un futuro más prometedor. Siguió el consejo y se transformó en un ingeniero lector, quien pasaba más tiempo en la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria que en los grisáceos pasillos de Ingeniería, donde conoció a mi papá.

Se casaron y él deseaba que el fruto de su amor se viera reflejado en el rostro de un primogénito varón. Habían comprado en color azul todo lo que corresponde: cuna, ropa, biberones, carritos y balones de futbol, porque para mi papá el futbol no solo era parte de sus hobbies y pasiones, era su trabajo. Mamá compró todos los álbumes para fotografías azul cielo, uno era dedicado para “el diario del bebé”, en el que escribiría cada uno de los avances de la criatura y palabras infinitas de amor porque, así como para mi padre el soccer era sinónimo del mejor empleo del mundo, para mi madre escribir seguía siendo su vocación de vida. Alguna vez me platicó que estando embarazada fue a un homenaje que hizo Juan José Arreola a la memoria y trabajo de Juan Rulfo en la Sala Nezahualcóyotl y que yo no dejaba de dar volteretas en su vientre. “Ahí supe que no solo serías artista, sino que serías mujer”. Esas fueron las primeras transferencias externas que me hicieron mis padres: las letras y el futbol.

Para sorpresa de ambos, el día de mi nacimiento, llegó una niña prematura de ocho meses, quien se había amarrado el cordón umbilical al cuello y necesitaba salir mediante una cesárea urgente. Tengo dos teorías de mi nacimiento:

1.- Era un feto inquieto. Desde entonces tengo prisa por vivir y no podía esperar más. Me enredé entre la ansiedad y la desesperación.

2.- No quería llegar. ¿Existen fetos suicidas?

La impresión de ver una niña, desbordó en un leve reproche con la biología. Estuve como cualquier otro bebé en mi situación en la incubadora. Rodeada de cobijitas y pañales azules, no iban a dejarme desnuda. Cuentan los familiares presentes que mi papá observaba fijamente la incubadora donde aquel primer deseo frustrado se movía y que en un momento mágico, lo miré con la misma curiosidad que él lo hacía y al no poder sostener una mirada tan seria, sonreí. El hombre se levantó entre lágrimas y corrió a comprarme un par de aretes de oro que eran más grandes que mis diminutos lóbulos y demandó ponérmelos en ese momento. Fue su primer regalo y su manera de decir “Perdón por desear que fueras diferente”.

Mamá era feliz, tenía una compañera, una vida, un regalo, una decisión, una firma, un contrato, un pacto, un destino. Tenía en sus brazos lo que juró solemnemente no tener jamás, pero que las circunstancias y la vida, según mi madre, así lo quisieron: “No estaba en mis planes personales ser madre, pero amaba a tu papá y él tenía tantos deseos de ser padre… cuando te tuve entre mis brazos, supe que por fin estaba completa”.

Hoy en día tengo la edad que tenía mi mamá cuando llegué a su vida y ni por mi cabeza ni por mis entrañas ha cruzado la posibilidad de ser madre. El amor muchas veces me ha llevado de la mano a la muerte, pero jamás he regresado de las tinieblas con el anhelo de dar vida. En el fondo sé que si mi madre hubiera podido cambiar algo en su historia de vida, habría sido ser madre. Así su línea como escritora habría seguido de acuerdo a su plan original, habría vivido en París como tanto lo deseaba, libre, sola y feliz.

Hablemos entonces del concepto que tenemos de la maternidad que en muchas de sus formas pareciera un sacrificio: la madre que se quita el pan de la boca para alimentar a sus hijos, la madre que tiene la misma ropa gastada porque sus hijos son prioridad, la madre que no va al doctor porque no tiene derecho a enfermarse y que cuando enferma aparenta bienestar para no preocupar a la familia. Este concepto de la madre abnegada lo hemos incubado durante generaciones, no debería sorprendernos que muchas mujeres al tener un ejemplo de nula autoestima durante gran parte de su vida, se desconozcan como seres dignos de amor y respeto. La imagen de sí mismos que nuestros padres proyectan durante nuestra infancia, permea en nuestra vida adulta: Si mi madre es una mujer que cree que lo merece todo y su comportamiento lo demuestra, entonces yo no espero menos que eso.

La abnegación en la maternidad  se entiende entonces como un tipo de virtud moral que consiste en el sacrificio espontáneo o por medio de la voluntad de sus propios intereses, deseos e incluso de la misma vida en favor de los hijos. Es una forma de altruismo que exige autosacrificio. En México el papel que ocupan las madres en las familias suele ser entendido de esta forma, vistas como el centro y el soporte de la estructura familiar. Existe el 10 de mayo que conmemora desde su origen a este tipo de prácticas, generando admiración y respeto para aquellas que así lo ejercen, pero castigo y sanción social para quienes no lo promueven de esta forma. Ser madre en una sociedad machista demanda perfección, seguramente han tenido la desagradable experiencia de escuchar: “todas las mujeres son unas putas, excepto mi madre, ella es una santa”. El trasfondo de esta frase excluye a las madres como seres sexuales, mujeres con deseos y necesidades, porque lo más cercano a lo divino y a lo puro es una madre y una madre no puede tener deseos de otra cosa que no sea el bienestar de su familia.

Los hijos necesitan madres fuertes, no madres abnegadas. Mujeres conscientes de sí mismas satisfaciendo sus necesidades personales. El ejercicio de su independencia es un derecho e incluso un elemento para su salud mental. Vivir diferentes experiencias fuera de la maternidad despierta su consciencia, creatividad y alegría que son recursos psicológicos que toda persona necesita todos los días. Al final todos admiramos y respetamos la maternidad, pero en pleno ejercicio de su libertad.

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