Está el caso de Chira, quien era ahijada de mi mamá que días antes de casarse le advirtió la desgracia que le esperaba al entrar a los terrenos de Luz…

—No te cases con ese hombre, mija.

—Pero yo quiero.

—Vas a terminar como todas, sin hablarle a nadie y con ese changado trapo en la cabeza.

—Yo no aceptaré eso.

—Vas a ver que sí, esa mujer es muy huevuda —sentenció mi mamá.

Pasaron dos semanas después del casamiento de Chira y, como lo había predicho mi mamá, ya traía el trapo en la cabeza, que, a palabras de Chira, era un símbolo de distinción, pero nosotros sabíamos que eso solo significaba que había firmado su sentencia, el trapo en la cabeza era señal de que había perdido todo aquello que le pertenecía, a partir de ese momento no podía compartir con nadie que no fuera parte de la casa de Luz.

Chira y su esposo tuvieron tres hijos: Linda, Raúl y Rosa. Al pasar de los años, Linda ya estaba lista para ponerse a criar apenas teniendo 14, ella cuidaba a sus hermanos y se hacía cargo de la casa, pues Chira después de un parto fallido había quedado mala, no sabían qué tenía, solo le caían unas fiebres que no se le apagaban ni con los desmayos. Y sí Chira estaba muy enferma, pero quien verdaderamente la mató fue su marido, antes de quedar tendida en el suelo se encontró con la pobre Linda a punto de ser abusada por su propio padre, “si tu madre no me cumple, para eso estás tú, deja de moverte cabrona”, con la poca fuerza que le quedaba liberó a su hija de las manos aberrantes de aquel hombre, “¡vete mija, vete! No voltees, corre y vete” y así fue, Chira quedó muerta en el suelo y de Linda no supimos nunca más. Su muerte se manejó como si fuera de enfermedad, pero los vecinos habían visto todo.

Raúl y Rosa quedaron bajo la tutela de Luz, ya que su padre se fue quizá más lejos de lo que se había ido Linda. Bonifacio, que ya andaba en sus treintas, seguía viviendo en la colonia Oscura con su madre, quien justificaba su permanencia con las vecinas alegando que el hijo más chico es quien debe cuidar a los padres en su vejez. La verdad es que nunca pudo “curarlo” y antes de ennoviarse con cualquiera de las muchachas del rancho, se hacía su amigo y alcahuete. “Uno no puede cubrir con lodo un campo lleno de flores, por más que lo intentes, lirios brotarán”, decía Boni, seguro de su naturaleza, pero aquí el problema no era Boni, él era libre dentro de aquel pantano, sino Raúl y Rosa que pasaban tanto tiempo solos, sin hablar con nadie más que con su abuela. Imagina a esos chamacos solos, sin amigos, sin nadie. Y con el tiempo entre ellos comenzó una exploración mutua adolescente cargada de curiosidad a sus cuerpos, sus olores y sabores. Dormían juntos, se bañaban juntos, Luz no veía nada raro, “ ¿Por qué si apenas tienen 13 años o 15?”, “¿Por qué si son unos niños?” Y más que nada lo hacía porque no le interesaban las criaturas, solo le recordaban al bochorno que tuvo que pasar porque tacharon a su hijo de violador, entonces lo que ellos hicieran era muy su asunto, ella ya estaba bien envuelta en trabajitos de brujería y estarle sacando dinero a la gente de esa manera era sencillo, “creencias de gente pendeja”, según sus palabras.

La soledad acercó tanto los cuerpos de los hermanos que pasados los meses una panza misteriosa brotaba del cuerpo de Rosa, la gente empezó a murmurar, cómo era posible si nadie entraba a esa casa. Luz intentó sacarle a golpes y hechizos el fruto de la curiosidad, pero lo único que logró fue provocar el parto antes de tiempo. Un par de gemelitos con la cabeza bombacha salieron de aquella criaturita. La clientela de Luz ya no se presentaba a las limpias, solo hablaban de aquel pecado que se evidenciaba más que el de todos ellos. Entre amenazas y palos, Raúl y Rosa se fueron de la colonia Oscura y se refugiaron con su abuela materna, doña Macaria, que vivía en Monte Grande. Doña Macaria con todo el amor los recibió, pero no podía ignorar el hecho que todo aquello no era bueno ni sano. Los bebés crecieron y notaron entonces que no solo eran diferentes físicamente a otros niños, sino que eran lentos, lentos para todo.

—Es porque Luz me dio patadas en la panza abuelita, ella me puso a los niños malos.

—Sí hijita, seguro eso fue.

Rosa aunque niña, era una madre responsable y cariñosa. Raúl no podía si quiera mirar a los bebés y por las noches se salía, regresaba borracho y lloraba amargamente en silencio. Rosa lo buscaba, para ella, él no era su hermano, era su marido, el hombre, el padre de sus hijos. Él la rechazaba sin ser tosco.

—¿Por qué no quieres estar conmigo?

—Porque eres mi hermana Rosa y esto no está bien.

—Pero ya está hecho, vamos a querernos, mira a nuestros hijos…

—¡No Rosa! Entiende que esto fue un error, esto es un pecado, por eso diosito nos castigó con esas criaturas que son tan horribles como lo que hicimos…

—¿Cómo puedes decir eso? ¡Son una bendición!

—Me voy a ir un día Rosa y será lo mejor…

—Si un día lo intentas, te mato Raúl.

Doña Macaria se encargaba de hacer el mandado, de poner la cara ante la sociedad y de sentarse solita en la iglesia, pidiendo perdón, culpándose del día en que dejó que Chira fuera a meterse a la colonia Oscura. Doña Macaria y mi mamá eran amigas, fueron compañeras en la escuela.

Una noche llegó a la casa con los gemelitos, traía el mandil lleno de sangre.

—¡Macaria! ¿Qué pasó?

—Rosa se colgó del naranjo, le pegó un machetazo a Raúl, ¿qué va a decir la gente, Nelly?

—Que se fueron lejos, a buscar a su papá, eso diremos.

Y aquellas criaturitas de uniforme que tanto ves, son los gemelitos. Ya deja de mirarlos.

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