Capítulo 1

Me llamo Isabel y no siento amor por nada.

Es la mejor manera de presentarme. Historias como la mía son de las que se venden bien, porque el amor que es triste siempre ha recaudado fondos para sus memorias. Y aunque el mío más bien es inexistente, eso también lo vuelve melancólico.

No he estado sola, prefiero la compañía ocasional. Me gusta buscarme en ellos, cada hombre es una mirada hacia atrás. Necesitaba recordar el motivo por el cual mi vida se tornó en caricias y en nada. Y el día llegó. Fue un martes por la mañana.

Tomaba un café en la cafetería de la universidad. Era noviembre, comenzaban los nortes en El Puerto. Visualicé a Damián entrar, supuse por su manera de caminar que sabía lo que había hecho la noche anterior y que evidentemente estaba molesto. Me miró fijamente y golpeó la mesa.

—Algún día Isa, el pasado va a regresar a ti y estarás más sola que el día de hoy. No sé qué hago contigo si solo gustas de lastimarme, pero todo se paga en vida, tú crees que no van a cobrarte factura de todo lo que has hecho y cuando eso pase, espero estar cerca, para mirar cómo te consumes —me dijo en un tono de voz que quienes estaban alrededor pudieron escuchar sin hacer mucho esfuerzo.

Unos meses antes, en un acto desesperado por no estar sola y ante la posibilidad de algo sencillo sin mucha labor espiritual, logré que Damián me viera con un poco de ternura, de afecto. Hoy se arrepentía de haberme dado un lugar en su vida y no lo culpo.

—No hay nadie a quien salvar —respondí sin quitar la mirada de la taza de café—. No sé a qué viene el drama.

—Realmente ya no tolero lo que pasa entre nosotros. Es humillante —dijo sin quitarme la mirada de encima—. Ya no quiero sentir nada por ti, me pesas, me estás agotando.

—Te lo dije, no trates de buscar en mí lo que te hace falta. No entiendas el sexo como una puerta al amor que tanto esperas.

Me miró con tristeza, con esa mirada que me lanzaban todos cuando ya no me eran necesarios y salió de la cafetería. Guardé la calma.

Damián y yo siempre fuimos buenos amigos, él conocía la naturaleza de mis decisiones y yo la suya. Pero un día la soledad me encontró vulnerable y el alcohol no fue de mucha ayuda. Tomé una decisión que reforzaría el mito sobre amistades entre hombres y mujeres.

Mi error fue permitir que él conociera más allá del lado que solo las personas “casuales” suelen conocer. Su error fue confundir la luz con un corto circuito. Esa luz que hacía tantos años permanecía apagada.

Él me había dicho: “A veces cuando estás dormida, veo tu luz, sé que es luz porque se siente cálido y me devuelve la vista en esta penumbra emocional que conoces perfectamente y que me mata por temporadas”. En ese momento entendí que había lastimado a mi mejor amigo y me odié tanto por ello.

Lo que Damián no sabía era que aquella noche que no llegué a dormir, encontré esa luz con alguien más.

Yo, la ajena, la que no siente culpas y peca en todas las maneras posibles. Yo, la que conoce, la que llora y se desespera, la que hace el tiempo contable, taciturno y decadente. Soy la que gira sobre sí misma y que no se mueve dentro de sus posibilidades. Soy la salvación que espera en las puertas de la muerte, la muerte que me busca y no me encuentra. Soy la que teme más de sus pensamientos que de las consecuencias de sus actos.

Al salir de la universidad, me dirijo a casa de María, con quien crecí como si fuéramos hermanas, después de la muerte de mis padres.

Le platico de aquella luz que logré visualizar la noche anterior.

—¿Con René? —preguntó extrañada.

—Sí —afirmé con ese entusiasmo.

—Isa, no va a funcionar. —Yo ya sabía todo esto, no había nada nuevo en sus palabras—. Esto es solo el resultado de todas tus decisiones extremistas. Ya no quieres estar sola, eso es todo.

No. Ya no puedo estar sola. Estar sola me ha llevado al borde de mi cordura. Quería llorar, quería salir corriendo y gritar con desesperación que yo también merecía ser amada, que yo no era lo que todos pensaban, que en algún momento de mi vida, también fui buena. Que yo solía pertenecer a un lugar y que en ese lugar era juzgado a muerte el pecado, y que yo cometí tantos. En aquel lugar moría de sed por una sola persona, de la que me enamoré por primera vez. La que escribe y calla.

Pero somos irracionales. En la intimidad dejamos al descubierto más de uno de nuestros miedos. Cuando estamos en compañía de nosotros mismos y esta compañía no nos satisface, es porque no existe nada dentro. Entonces, comenzamos a buscar de qué manera llenar el vacío rutinario en nuestras vidas. Estamos tan desesperados que colocamos en ese espacio vacío a personas, volcando lo poco de bueno que queda en nosotros, en ellos.

Así canalicé a René en mi vida. En él debía encontrar aquello que me habían arrebatado años atrás, el plan era el de siempre y por lo tanto tenía que fracasar; pero ya no quería mirarme en el espejo y no ver nada, tenía que ver aunque fuese por algunos momentos esa luz que Damián mencionaba, para así renacer de alguna manera.

“No tenía nada que perder”, pensé para mis adentros. Tratando de postergar el pensamiento que la vida me había inoculado años atrás: “Cuando piensas que ya no hay nada más que perder y decides aventurarte, terminas dándote cuenta que no lo habías perdido todo”.

Así pasaron las cosas la noche del lunes:

—¿Puedo hacerte una pregunta? —le dije tratando de quitármelo del cuello, antes de perderme en el trance.

—Dime.

—¿Sientes algo por mí?

—Sí —afirmó sin detenerse.

—¿Qué es?

—Isa, no lo sé. ¿Por qué me lo preguntas ahora?

—Porque necesito saber —interrumpí sus movimientos tomando suavemente su rostro con ambas manos—. Mírame y dime qué es lo que ves.

—Veo que no estás entendiendo lo que pasa. Te observo, te siento y más que sentir algo por ti, es sentir mientras estoy contigo —él seguía enredando sus caricias, sus besos pausados, su veneno y yo no podía poner un alto—. Dime que no quieres…

En ese momento sonó su celular.

Temblé y él sonrió como últimamente lo hacía. René sabía que moría por una palabra suya y que ese momento lo habría deseado ya tantas veces. Contestó y era Damián, tenían trabajo por hacer. Suspiré aliviada, ya no quería estar ahí.

Cuando el ser humano está al límite, se comporta de manera diferente. ¿Mi límite? Yo no conozco tal cosa y esa es una de mis mayores desventuras. El miedo evita que nos pongamos en situaciones de riesgo y yo, no le temo a nada.

—Deberías empezar a fijar límites Isa —dijo María como si leyera mis pensamientos—. Entonces, ¿no pasó nada?

—¡Pasó todo! Él ha visto que no tengo nada, en cualquier momento se alejará porque no hay nada nuevo que descubrir. Él no es como los otros. —María hizo una mueca de desaprobación—. Él comprende el abismo de mis pensamientos, un abismo que tú no podrías soportar.

—Nada de lo que dices tiene sentido. ¡Escúchate!

—Esto es tan nuevo para mí —puse los brazos sobre la mesa del comedor y reposé la cabeza sobre ellos.

—Damián sabía que estabas con René. Esta vez, se te pasó la mano. Él se interesa por ti, siempre te ha procurado, te ama Isa y lo ha hecho siempre. pero claro es algo que es tan común para ti que no te importa. Hay mujeres que lloran porque entregan su amor de la manera más bella y reciben desprecios y malos tratos, que son sinceras con ellas mismas y luchan por amor. En cambio tú que no das nada, se te ha entregado más de lo que cualquiera podría dar. Pareciera que entre más se te da, menos valor le das a las cosas que realmente lo valen Isa. Y yo sé que aunque me mires a los ojos y me digas que eso no es relevante… te duele y sufres. Sufres porque no puedes amar. Amar nos libera y tú eres esclava de tu propio cinismo.

—No es mi intención.

—¿Ahora vas a decirme que René es el responsable de todo eso? Vas a inventarme el cuento de que quieres encontrarte en una persona que no tiene sueños ni aspiraciones y que no los tiene no por falta de creatividad ni humanidad, sino por depositarlos en una persona que al final terminó llevándose todo y dejándolo tal y como lo ves el día de hoy: vacío. ¿Vas a decirme que ves la luz en alguien que es igual a ti? No te va a llevar a nada. No sé a quién de los dos intentas salvar Isabel.

Y tenía razón. La mala noticia es que ninguno de los dos tenía acceso a la salvación.

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