Estos días he leído y escuchado constantemente que las mujeres se han cansado de suplicar por un cambio contundente en el trato que se nos brinda. Dentro de estas súplicas está erradicar y sancionar la violencia de género en cualquiera de sus pandóricas formas: feminicidio, acoso, violaciones, maltrato. Y digo pandóricas porque alguien abrió una caja permitiendo que todo tipo de atrocidades y vejaciones sean cometidas contra nosotras sin consecuencia alguna. Siempre ha sido así. Pareciera que nos han olvidado como especie, que nos han rezagado. En la historia de la humanidad las mujeres han sido usadas como moneda de cambio, su valor es tan o menos importante que el de un artefacto o maquinaria. ¿Por qué? Porque nuestra existencia está asociada a un espacio que se ha despolitizado y despublicitado. No somos parte del mundo en el que el dinero, la política y el poder son el valor universal. Nosotras hemos contribuido a nuestra inexistencia, alguien dijo que ese era nuestro lugar y ninguna dijo nada. Basta de súplicas, suplicar es pedir con humildad, sumisión y vehemencia. Las súplicas no nos han llevado a nada nunca. Basta de usar esa palabra también.

Hace un año marchamos, nos fundimos en un grito: ¡Ni una más! Llegó el encierro por la pandemia y la violencia de género aumentó un 60%, cifras de la ONU. La pandemia acorraló a muchas mujeres a padecer dentro de cuatro paredes, todos los días, a su agresor, ¿por qué esta necesidad de sobajar de someter a las mujeres? En un estudio que realizó la antropóloga Rita Segato afirma que la violencia no está formada solamente por el agresor y su víctima, sino que existe un eje de interlocución y pertenencia que es la relación entre hombres. Los hombres se sienten pertenecientes a un clan que exige una titulación, la cual depende de la exacción de la posición femenina, constituyéndola como una posición potente capaz de controlar un territorio, que en este caso es el territorio-cuerpo de la víctima. Esta conducta es adquirida y adoctrinada desde una edad muy temprana, se le llama “mandato de masculinidad”, antes del pacto patriarcal del que tanto se ha hablado en redes sociales y medios, existe este mandato que constituye la relación entre hombres como una especie de corporativo. Aquí hay jerarquías y su lugar como hombres dependerá de la forma que puedan conseguir potencia sexual, física, bélica, económica, intelectual y política. La manera más “rápida” de conseguir todo lo anterior, es la violencia. Por ejemplo: un violador es una figura acompañada, que recibe un “mandato” de otros hombres para “hacer notar su hombría” de alguna manera. Estos hombres sólo están en la mente del agresor y el eco de los mismos demandan que ese violador muestre que merece ser reconocido como un miembro de esta cofradía varonil.

Ahora, existe una jerarquía que ha sido de importancia suprema en todas las sociedades: la de género. El código Hammurabi es el mejor ejemplo de la importancia de la jerarquía. El código descrito en el año 1700 a.C. divide a la humanidad en nobles, plebeyos y esclavos. La mujer del noble tiene un valor como persona significativamente menor que su esposo, un poco menos la esposa del plebeyo y la esposa del esclavo no tenía valor alguno. En las leyes del código se establece que, si un noble mata a la mujer de un plebeyo, este deberá pagarle 50 monedas de oro. Si un plebeyo mata a la mujer de un noble no sólo debe pagarle 100 monedas de oro, sino que puede matar a una de sus hijas. Si cualquier varón mataba una esclava, no tenía que pagar nada. Pareciera que nacer mujer en todas las culturas es una desgracia. En China en el año 1200 a.C. se consideraba desafortunado, según el oráculo, tener hijas. Y tres mil años después, muchas familias chinas siguen creyendo lo mismo, al grado de matar o abandonar a las bebés, porque tal vez así tengan la “fortuna” de tener un hijo la próxima vez. En la Biblia la violación de un esposo a su esposa es considerado un oxímoron, porque él es dueño de la sexualidad de ella. Y prescribe que la violación de una mujer que no pertenece a nadie, no es un delito.

Está claro que en todas las culturas a pesar de que no tenían contacto entre ellas, la mujer siempre ha estado en desventaja.

El hombre tendrá miedo a aliarse a la posición femenina porque estará traicionando la lealtad que es imperativa en la masculinidad, es decir, el pacto patriarcal. Para que exista un cambio orgánico tendría que desmontarse el mandato de masculinidad y el hombre tendría que preguntarse qué lo hace actuar en la búsqueda inalcanzable de potencia, qué lo hace espectaculizar su capacidad de dominio todo el tiempo. Cito a Alma Delia Murillo: “Me pregunto si los hombres no están cansados, si no tienen unas ganas locas de renunciar a ese pacto que también atenta contra ellos mismos. Me pregunto si no están exhaustos por tratar de sostener esa erección constante, metafísica, identitaria”.

Ahora me pregunto yo, mujeres, ¿no están cansadas de vivir como astros opacos girando alrededor de los hombres? ¿No están cansadas aquellas que sienten que sin un hombre a su lado no tienen valor alguno ante sí mismas y ante la sociedad? ¿No están cansadas de querer agradarles todo el tiempo? ¿No están cansadas de tenerles miedo? ¿No están cansadas de no pertenecerse? Las mujeres podemos romper con esto, hacer un cambio real a través de las generaciones. Un ejemplo claro del cambio es la comunidad LGBT, ellos existen legalmente, ¿nosotras existimos?

Hoy una vez más, como cada sexenio, el presidente tiene la oportunidad de sobresalir, sanar, salvar y evolucionar. Pasar a la historia como el presidente que hizo lo justo en temas de violencia de género. De lo contrario, sería uno más en la lista de personalidades antisociales que tristemente han gobernado nuestro país.

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