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En marzo de 1993 vino a la Ciudad de México Edward Albee (Virginia, 1928-Nueva York, 2016) para recibir un homenaje por 35 años como escritor.
En aquella ocasión, el ganador de tres premios Pulitzer (por Un delicado balance, Marina y Tres mujeres altas) y autor de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, dialogó con estudiantes y se escenificaron varias de sus obras. También se presentó La historia del zoológico (Ediciones El Milagro), con ese texto dramático además de Caja y Citas del presidente Mao Zedong, con traducción del mexicano Víctor Weinstock.
El día que se iba de regreso a Estados Unidos, abordé a Albee en el aeropuerto y lo amenacé con un puñal en la mano. Le exigí una entrevista. Bueno, en realidad no lo amenacé, más bien le compré como regalo de cumpleaños una navaja de juguete en el mercado de Sonora, de las que tienen un resorte y parece que se entierran en la humanidad del agredido. Aquí celebró su onomástico número 65.
Lo hice así porque no quiso dar entrevistas exclusivas, sólo una conferencia de prensa. Elegí el truco de la navajita porque en La historia del zoológico hay dos personajes: Jerry y Peter. Jerry es un ser solitario a quien el sistema le provoca náuseas. Peter es un tipo adaptado. Ambos tienen un encuentro ocasional en una banca del Central Park. Después de un diálogo superficial que acaba en confrontación ideológica, Jerry saca una navaja que termina en las manos de Peter. Jerry se abalanza sobre Peter y muere inmolado al no lograr comunicarse.
Antes de aceptar la entrevista, Albee me dijo con buen humor: “Yo sabía que el regalo no era gratis”.
Entre otras cosas, le pregunté qué había sido lo mejor y lo peor de su visita a México, y me dijo: “Lo mejor fue haber llegado, y lo peor es tener que irme. Me gusta estar con gente que no conozco y percibir culturas ajenas. Aprendo muchas cosas”.
Quise saber por qué era tan estricto en el montaje de sus obras, ya que casi no permitía ninguna edición. Contestó: “Si un director desea hacer lo que quiera, entonces que escriba su propia obra”. Entonces le reviré: ¿Y en el caso de la adaptación al cine de ¿Quién teme a Virginia Woolf?. Él comentó: “Ahí tuve que aceptar que el lenguaje del cine es muy distinto al del teatro”.
Le recordé que él había dicho que el arte debe ser correctivo, pero que para mi gusto una obra como Cien años de soledad no tenía nada de correctiva. Su respuesta: “También dije que hay varias maneras de desollar un gato, refiriéndome a la manera de poner en escena una obra. Esa frase se aplica a lo que usted me está comentando. Algunos creadores corrigen directamente y otros indirectamente. Algunos lo hacen de manera consciente y otros inconscientemente”. Agregó que era una suerte que Borges no fuera afecto a enviar mensajes en sus obras, dada su ideología reaccionaria.
Quise saber si un autor como él, que aborda tantos conflictos interpersonales, había sido psicoanalizado: “Nunca, pero he visto a muchos escritores y artistas cuyo poder creativo ha disminuido por el psicoanálisis. Antes, esa teoría trataba de integrar al individuo, a toda costa, a la sociedad. Ahora, el psicoanálisis inteligente busca que el individuo sea más útil a sí mismo, sin que deba amoldarse al status quo”.
Como Albee fue adoptado; le pregunté si eso influyó para que tuviera una conciencia clara de los conflictos interpersonales y las desigualdades sociales. Contestó: “Sí, creo que eso me dio objetividad desde muy joven”.
Le recordé que él se había declarado poeta y novelista frustrado, pero que varias de sus obras pudieron ser buenas novelas. Me dijo: “Una novela tiene en promedio 100 mil palabras, mientras que la obra de teatro ronda por las 15 mil. No creo que me siente a escribir una novela, soy muy flojo”.
Me dijo que odiaba el box y la fiesta brava. Le comenté que en el ruedo podía haber arte y contestó con sarcasmo: “Tal vez pueda haber una sublimación, pero deberían preguntarle a los animales si quieren participar, entonces sólo lo harían los toros masoquistas”.
Le comenté que era muy bromista y respondió: “Confieso que soy un adolescente”.
