Lo lamento. El señor Bond escapó. Ayer le vi la espalda. Estoy casi seguro. Yo manejaba mi Aston Martin por la carretera del bosque de Brockenhurst cuando me rebasó otro auto, mismo modelo y mismo color: ese azul del que se pintan las tardes en los suburbios londinenses.

Lo perseguí por más de diez minutos. El aire frío del bosque alimentaba el ánimo de mi pie derecho: pisé el acelerador hasta casi las 90 millas por hora. Pero el señor Bond, debo aceptarlo, es más hábil al volante. Dio vuelta en el crucero de Stoke Road, sorteó una cerca, bordeó un vado y avanzó por un claro hacia el interior del bosque. Yo hice lo mismo: di vuelta en el crucero de Stoke Road, evadí la cerca, evite el vado y... se me atravesó una vaca. Era una Black Angus, esa raza de bovinos que crearon los escoceses a principios del siglo XVIII. Mientras el animal volaba por el impacto, en mi mente también volaron los recuerdos de estos últimos tres días...

Domingo por la mañana. Camino frente al Big Ben. En la bolsa trasera de mi pantalón está el memorándum con mi misión: atrapar a James Bond. Un conocedor sonreiría con la ironía: así mismo empieza la saga del espía inglés en Casino Royale, con un memorándum firmado por M. Pero ¿por dónde empezar la búsqueda del espía que desmanteló un complot espacial? ¿A quién preguntarle dónde puedo encontrar al agente que detuvo un plan para destruir la reserva de oro en Estados Unidos? Esperando que algún misterioso contacto me deje una pista envuelta en el London Times guardado en el interior de un viejo portafolio, aparece un vendedor que grita: “¡Los llevamos con James Bond por 49 libras, lo llevamos con James Bond por 49 libras!”.

Le pido detalles. “Es un crucero por el río Támesis que te lleva directamente a las oficinas del M16, la agencia de seguridad exterior para la que trabaja Bond”. 49 libras me parece un exceso para un paseo. Ni las trajineras son tan caras en Xochimilco. Pero es la mejor opción para empezar la cacería. Tomo el crucero. Por primera vez, presiento que estoy cerca del espía. Pero un trovador que se cree Pablo Milanés interrumpe la búsqueda. Soy testigo de la única ocasión en que un cubano canta “Yolanda” en el Támesis mientras el Big Ben da las dos de la tarde. Las imponentes oficinas del M16 –en cuyo subterráneo se cuenta que hay un túnel por donde la realeza escaparía en caso de bombardeos atómicos-- se ven en la orilla oeste del río. Pero el trovador, que no ha dejado de interpretar lo mismo a Silvio Rodríguez que a Amaury Pérez, se pone impertinente. Los viajantes y la tripulación están hartos del sonsente (“¡es filin, es filin!”, recalama él) y le piden que se calle pero el trovador defiende su derecho a propalar el arte comunista, mi hermano. La discusión deviene en trifulca y el crucero es obligado a regresar a la ribera este. ¿Quién iba a decir que un comunista trabajó en favor de Bond?

Lunes por la tarde. Ascenso al O2. “Aquí es donde Bond tiene una persecución que casi le cuesta la vida en The world is not enough”, me explica la cajera de este coso que lo mismo es foro de conciertos que museo, parque y, a lo que yo vengo, una atracción turística que consiste en escalar el domo por su parte exterior. Tratando de mantenerme anónimo para no estropear la misión, apenas le sonrió a la cajera. Pero ella me descubre. Yo me he delatado al pedirle mi boleto porque le dije: “One ticket to climb el O Dos”. La cajera supo de inmediato que yo venia de México: “Usted viene para seguirle la pista a James Bond ¿verdad?”, me dice. Le sonrío. Me comienza a hablar en español porque, me cuenta, ella es de Espana. De Valladolid. “Jolines —me dice— me cago en la leche. Que yo siempre he querido hacer el trip a México”.

El ascenso al O2 es un desastre. Neófito en las artes del alpinismo, mi arnés se atora en cada punto de seguridad (unos 100 al subir y otros tantos de bajada) y mi hebilla corre por el alambre con tanta lentitud que una mujer inglesa que venía detrás de mí (una abuelita de 80 anos, supe después) terminó empujándome con la cadera para que pudiera deslizarme mas rápido. Si Bond estaba aquí, nunca lo hubiera alcanzado. La abuelita, quizá, sí.

Martes. Viaje a Stoke Park, en Buckinghamshire, al norte de Londres. Es el hotel en cuyo campo de golf James Bond juega contra el villano Goldfinger y descubre sus planes para robar 15 mil millones de dólares en lingotes de oro de las reservas de Estados Unidos. Mi viaje es una fiasco. Me pierdo en el tren. Termino muy cerca de Gales y a punto de tener que pagar 120 libras de multa por viajar sin un “boleto válido”. Eso dijo el policía. No sé que cara puse, pero tras una hora de interrogatorio, no sólo me dejó ir sino que me hizo un nuevo itinerario y me dio boletos gratis. El retraso fue crucial. Cuando llegué al hotel, el señor Bond hacía rato que se había largado, no sin antes, según me dijo el concierge, haber hecho el amor con una rusa de ojos azules, cabello hasta la cintura y boca sensual.

Desde la fuente que está a la entrada del hotel (el mismo lugar en donde Goldfinger espeta a Bond una de las frases más recordadas entre los villanos de la saga: “Usted y yo sabemos que no se trata de un juego. No me haga repetírselo”) se ve el enorme campo en donde Bond descubre el plan de Goldfinger.

Miércoles. Fue el día en que viajé a los bosques de Brockenhurst, en cuyo corazón está el más grande museo del automóvil de Gran Bretaña. Ahí se puede apreciar desde el Mini en el que Mr. Bean viaja, se afeita y lava los dientes, hasta el Aston Martin en el que James Bod escapa de la KGB en The Living Daylights gracias a que el auto está acondicionado con misiles, láser, interceptor de señales, cohetes de propulsión y sistema de autodestrucción.

Al explicarle al guía del museo la misión por las que estoy aquí, accede (mediante una cuota adicional a las 24 libras que cuesta la entrada al museo) a prestarme un Aston Martin para perseguir a Bond. Antes de dejarme al volante, me advierte: “The brakes are not good”. Pensé que era una broma pero cuando atropellé a la vaca (y mientras lo veia dando vueltas en el aire para caer en un arroyo) supe que no, no era una broma.

Jueves por la noche. No atrapé al senor Bond, pero en honor a nuestra batalla de espionaje, me tomo en el bar Duke ahora mismo mi tercer martini. ¿O es el cuarto? “Agitado, no revuleto”, le digo al barista emulando a James Bond, cuando pido el quinto Vesper martini ¿O es el sexto?

En este bar, ubicado en un callejón del centro de Londres, Ian Fleming venía por las tardes a beber martinis. Aquí mismo, el escritor, creador de James Bond, decidió que su personaje tomara ese coctel.

“Quiero otro Bond martini”, le digo al barista quien entra en confianza y me dice que es migrante italiano y se llama Alessandro. Yo sonrío. Evito responderle pero por dentro le digo: Yo soy Quijano, Julio Quijano.

A pesar de la plática Alessandro niega y niega conocer al senor Bond. Ya veremos si para cuando yo llegue al decimo Marinti, él sigue diciendo que no lo conoce...

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