Rogelio Vázquez Montoya, se sienta bajo la sombra de un árbol a un costado de la rivera del río Querétaro, en avenida Universidad. De su cajón de bolero saca sus instrumentos de trabajo para lustrar seis pares de zapatos que lleva en una bolsa.

Explica que es su único ingreso, pues carece de pensión, apenas un apoyo para la tercera edad, pero no tiene seguro médico, muy importante para él, pues tiene crecimiento de próstata.

Rogelio, de 67 años de edad, se sienta en la banqueta. Pone los zapatos a su alrededor y comienza a limpiarlos con agua y jabón. Dice que tiene ocho años de dedicándose totalmente a bolear zapatos. Antes fue obrero, “pero se me vino la edad, y los patrones ya no dan trabajo”.

Narra que cuando llegó de su pueblo, Victoria, Guanajuato, hace 50 años, el primer trabajo que tuvo fue el de bolero. Sin embargo, señala que ya no deja dinero como antes, cuando él llegó a Querétaro, cuando la ciudad era más pequeña.

Ahora, indica, muchos zapatos son de plástico, dejaron de hacer calzado de piel, además de que las personas no tienen dinero para lustrar sus zapatos.

Abunda que sólo sale a trabajar tres días por semana. Lo hace en los bares y cantinas de Universidad y Zaragoza, donde a veces le va bien.

Rogelio toma el primer par de zapatos que le dieron para bolear. Son seis pares, con los que apenas ganará unos 150 pesos, pues la boleada la cobra en 25 pesos.

Explica que no siempre le va bien, pues a veces lo tratan mal en los mismos bares. No lo dejan trabajar, además de que los parroquianos prefieren tomar a traer los zapatos limpios, dice.

“A veces [los clientes] no quieren pagar, prefieren gastar el dinero en tequila, vino, en embrutecerse, en lugar de darme 25 pesos por mi trabajo. Me echan grilla y me corren”, explica.

Otra cosa que le pasa es que algunos clientes, al calor de las copas, no le quieren pagar por sus servicios, y se expone a los malos tratos de personas que “nacieron con dinero y creen que son superiores a los demás. Creen que con dinero se van, que con dinero se mueren”, dice.

Los automóviles van y vienen por Universidad. Algunos ciclistas reparan en la figura de Rogelio, que encorvado sobre los zapatos termina de limpiar el primer par. Con calma, señala que ya tiene sus clientes. Después de terminar con ese trabajo, se retira a su casa, en la colonia España, pues, dice, ya no puede trabajar mucho.

El hombre es padre de dos hijos, uno de 34 y otro de 29, fruto de un matrimonio de 37 años. Sus vástagos ya se valen por ellos mismos, por lo que el dinero que gana es para él y su esposa.

Oficio de bolero, un trabajo poco valorado y casi olvidado
Oficio de bolero, un trabajo poco valorado y casi olvidado

Sin embargo, los únicos recursos de Rogelio son los de la boleada, pues al ser despedido de sus empleos formales, no recibió pensión alguna. “Así es esto”, dice mientras cepilla vigorosamente el par de zapatos a los que da bola en ese momento.

Precisa que como obrero trabajó más de 30 años, pero dejó de cotizar al IMSS los últimos cinco años, por lo que perdió el derecho a solicitar una pensión. Agrega que en sus últimos años de vida productiva, cuando aún buscaba trabajo, ya no lo contrataban por la edad.

Dice que recibe un apoyo del programa 65 y más, pero no cuenta con servicios médicos ni siquiera Seguro Popular. Cuando necesita atención médica, indica que acude al Hospital General, donde le dan consulta.

A pesar de la edad, el aspecto general de Rogelio es de una persona mayor que goza de buena salud, sin embargo, explica que eso no es del todo real, ya que al igual que muchos hombres a cierta edad, está enfermo de la próstata.

El hablar de Rogelio es pausado. Cuando tiene que contar sobre su padecimiento lo hace con más calma. Toma aire antes de seguir explicando lo que le sucede, quizá por pena, quizá por temor a que se convierta en algo más serio.

Señala que le diagnosticaron un crecimiento en la próstata, sin que todavía haya derivado en una lesión cancerosa. “Supuestamente la próstata va creciendo con los años. Cuando uno tiene edad crece y aprieta otros órganos. Es cuando uno tiene problemas”, indica.

Precisa que a veces no puede orinar, pues el crecimiento de la próstata ya es serio. Hace una pausa, piensa las palabras. Indica que a veces le dan medicamento, otras más no lo hay en el Hospital General, por lo que puede pasar un mes sin recibir el tratamiento adecuado, a pesar de lo delicado que puede ser el crecimiento prostático, pues puede derivar en cáncer, poniendo en riesgo su vida.

“Tengo que ir por el medicamento cada mes. A veces no me lo dan. Cuando pasa eso no tomo medicamento, pero qué hago”, agrega.

Rogelio guarda silencio. Su mirada se dirige a los zapatos que aún bolea. Ve los otros pares que están en la bolsa y que más que un par de calzado, representan sus ingresos para ese día. Hace su trabajo de manera pausada, pero vigorosa. Parece abstraerse de lo que lo rodea, y él, para los demás, apenas llama la atención.

bft

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