Son las 7 de la mañana. Don Martín llega con el periódico del día bajo el brazo a su lugar de trabajo sobre la avenida 5 de Febrero, en la colonia El Prado, exactamente a un costado del puente peatonal que desemboca por un lado en la clínica del Seguro Social y por el otro en el Hospital General. Ahí, comienza a prepararse para su jornada.
Inserta una pequeña llave en un candado y quita la cadena con la que a diario asegura su carrito de trabajo a una de las estructuras del puente. Lo arrastra unos metros para quedar junto a una jardinera, exactamente al pie de la escalera, en la explanada que lleva a la Clínica 13 del IMSS.
Vuelve a sacar sus llaves del bolsillo, de las que ubica una pequeña que abre otro candado que asegura una pequeña puerta de lámina.
Al abrirla va sacando poco a poco sus utensilios. Primero un banquito, que volteado al revés, tiene por dentro algunas revistas y periódicos, y junto a ellos comienza a sacar una por una las grasas de colores, cepillos, jabón y pequeños trapitos enrollados que utiliza para darle brillo al calzado de sus clientes.
Además, de la pequeña puerta también saca varias cajetillas de cigarros de diferentes marcas y dos encendedores, ya que nunca falta el que quiera un cigarrillo mientras espera su turno o mientras lustran sus zapatos. Al cliente, lo que pida.
A las 8 de la mañana el señor Ruiz ya tiene todo listo para comenzar a trabajar y no pasan más de 10 minutos cuando se sienta el primer cliente del día frente a él.
Hace un par de dobleces al pantalón del visitante y comienza su trabajo con una lavada de zapatos antes de colocar la cera.
Don Martin Ruiz Yáñez, de 66 años, se inició en el oficio de aseador de calzado a la corta edad de 11 años. Una labor que le ha dado para vivir aunque las continuas transformaciones de la ciudad lo han llevado a cambiar varias veces de sede para llegar a ubicarse donde trabaja ahora. “Empecé a trabajar de aseador de calzado a los 11 años de edad, toda mi vida lo he sido y entre mi vida de bolero tuve también otros trabajos, fui mesero, cantinero, pero siempre regresaba a la boleada”, relata.
Un bolero errante
Son 55 años los que don Martín lleva trabajando de bolero. “Empecé en el Jardín Obregón, (que hoy conocemos como Jardín Zenea), he andado por todos lados, porque primero estuve trabajando en el Jardín Zenea, de ahí me fui al Jardín de Plaza de Armas, después en el Jardín San Antonio y un día un delegado me ofreció un puesto aquí en el Seguro Social para trabajar por parte de él, sin cobrarme nada en uno de los pasillos del acceso al hospital, ahí duré como cinco años pero llegó el momento que cambiaron al delegado, se lo llevaron a la Ciudad de México y el nuevo ya me pidió dinero para mantenerme en el lugar”, relató.
Cuando entró el nuevo delegado, a los 15 días mandó llamar a don Martín para preguntarle cuánto le pagaba al anterior delegado pero le comentó que no le cobraba. “Me dijo que estaba bien pero que ahora me cobraría unos centavitos, le pregunté cuánto y si puedo, se los pago. Quería cobrarme seis mil 476 pesos de entrada como un depósito y mil 50 pesos mensuales, algo que era mucho dinero y preferí buscar un nuevo lugar, tramité mi permiso, hice los pagos para la licencia y aquí estamos.
“Le dije que no le podía pagar y me respondió que desocupara el lugar por lo que me vine aquí debajo de las escaleras de la explanada del IMSS”, explicó.
Un lugar donde, aunque perdió clientes por el movimiento, se mantiene una gran afluencia de personas que caminan por uno de los cruces más importantes de la ciudad, 5 de Febrero y Zaragoza. Por eso, nunca falta quien busque una boleada, comenta.
Una vida solitaria
Don Martín ha sorteado altibajos en el transcurso de su vida. Mientras desempeñaba su oficio a lo largo de los años quiso mantener una familia, sin embargo reconoce que no es nada sencillo por lo que actualmente lleva una vida solitaria. “Desde que me casé viví con mi familia pero con el paso de los años se deshizo, después estuve con otra mujer, pero también nos dejamos, ahorita vivo solo, no siento y no necesito ya a la dama, así que no me apuro, pero llegándome el momento que la necesite me pregunto qué voy a hacer.
“No tengo padre, no tengo madre, tenía tres hermanas y sólo me queda una viva, eso es lo que me preocupa ahora, en lo que me pongo a pensar, que cuando me llegue una enfermedad quien me ayudará, cuando no pueda moverme quien podrá darme un vaso de agua, son las cosas que pasan por mi mente en estos momentos pero mientras hay que seguir trabajando”, compartió con el equipo de reporteros de EL UNIVERSAL Querétaro.
Lo suficiente para vivir
Don Martín no se queja. El oficio que se originó en la década de los años 30, aún deja para vivir aunque ya son menos los boleros que han sobrevivido el paso del tiempo y el crecimiento desmedido de la ciudad.
“Aquí no tengo un salario fijo, en ocasiones son cinco boleadas al día, hay veces que hago 10, varía mucho, pero trato de ir equilibrando los ingresos. Cobro a 20 pesos la boleada, en dos días normalmente gano 300 pesos, así que ahí la vamos llevando”, reconoció.
Testigo de la transformación citadina
Desde su asiento, don Martín ha visto el desarrollo exponencial de la ciudad, además de escuchar atento a sus clientes.
“Ha crecido en demasía Querétaro, cuando tenía unos 15 años el límite del estado era hasta 5 de Febrero, después de ahí era pura milpa y terrenos, ahora ya hay colonias por todos lados, un crecimiento desmedido, llegó el tráfico, mucho automóvil; poco a poco la ciudad que era antes ha desaparecido y se ha transformado”, reconoció.
Ciudadanos van y vienen frente a él. Los que se detienen porque necesitan sacar brillo de su calzado siempre hacen más amena su parada con una charla, a veces para comentar las notas que leen en el periódico día con día, un elemento que nunca falta al atender. Otros más platican de los problemas a los que se enfrentan, pero don Martín sabe que no es psicólogo y les saca la vuelta al cambiar de tema.
Lo cierto es que su trabajo lo realiza impecablemente, algo que sabe cuándo un cliente regresa para pedirle que bolee otro par de zapatos. Una labor que considera muy noble y que le deja muchas satisfacciones.
A las dos y media de la tarde, don Martín deja de atender a la gente y de escuchar historias. Inicia su ritual diario.
Primero guarda las diversas ceras y tintas de colores, después enrolla todos los pequeños trapos para sacar brillo y los guarda, voltea su banquito y coloca las revistas, el periódico y un cojín que usa por comodidad para meterlos debajo del asiento. Cierra esa puerta con candado y arrastra unos metros el carrito para dejarlo una tarde más encadenado a una de las estructuras del puente donde permanecerá hasta el otro día, cuando el bolero llegue a vivir una brillante jornada más de trabajo que inicia a las 7 de la mañana.