Era 1989 y el rock seguía siendo incómodo para el poder. Las autoridades todavía lo veían como un estigma, un enemigo del orden moral. En ese ambiente de censura, la idea de un concierto masivo de rock en Querétaro sonaba tan improbable como la democracia misma. Y, sin embargo, ocurrió: un escocés rubio, que tres años antes había venido a ver a su selección jugar en el Estadio Corregidora durante el Mundial del 86, se había enamorado de ese lugar. Y decidió volver, no como espectador, sino como protagonista.
En 1989, Rod Stewart pisó Querétaro. Nadie lo esperaba, nadie lo entendía del todo, pero lo ciert?o es que ese concierto abrió una grieta en el muro. Llegó, cantó y derrumbó las barreras. Fue inédito: antes de Metallica, antes de Guns N’ Roses, antes de que Taylor Swift llenara estadios, un británico-escocés rompió la prohibición no escrita que pesaba sobre el rock en México. El Estadio Corregidora, ese mismo que había visto goles en el Mundial, fue testigo de otra clase de grito: el de miles que por fin podían escuchar rock sin miedo.
Yo no estuve ahí. Ni estaré en los conciertos que hoy cobran cifras obscenas. Porque una cosa es cierta: la memoria de ese concierto no se mide en boletos VIP ni en preventas imposibles. Se mide en lo que significó: la primera barrera rota, la señal de que Querétaro —ese estado conservador que gusta presumir de orden— también podía ser parte del ruido y la furia del rock
Y no. No lo voy a ver. Abusan. Yo pagué tres mil pesos por Oasis; cobran el doble por Rod. Lo de ahora ya no es música, es usura...