México es el único país que se ha ido a guerra por unos pasteles... Y lo volvería a hacer, ya lo demostró con el caso del panadero british Hart, quien osó criticar al bolillo tenochca, base de la alimentación chilanga, que hasta del susto nos cura.
En México podemos discutir de política, de futbol o incluso de religión, pero hay una línea que no se cruza: la comida. Basta que un extranjero critique el bolillo, que un cantante chicano diga que en Estados Unidos “sabe mejor” o que alguien intente reinventar los tacos para que el país entero saque el machete digital y dicte sentencia. La gastronomía no se toca.
El episodio reciente del panadero inglés que se atrevió a criticar al bolillo confirmó algo que ya sabíamos: el pan blanco, humilde y cotidiano, no necesita defensa técnica ni diplomática; se defiende solo porque está ligado a la memoria, al desayuno con café, al recreo escolar y al “pásele güerita” de la panadería del barrio. Criticarlo no es un asunto de gustos, es casi una falta de respeto civil.
No fue un caso aislado. Antes, un grupo de jóvenes cantantes chicanos aprendió por las malas que comparar la comida mexicana con la estadounidense es una forma segura de dinamitar su capital simbólico con el público. Y más atrás, una cocinera argentina se convirtió en meme eterno por intentar hacer tacos sin entender lo básico: que la tortilla no es un accesorio, es el alma del asunto. En todos los casos, la reacción fue la misma: burla, enojo, funa y un recordatorio colectivo de que aquí no se juega con la cocina.
Podría parecer exagerado, incluso ridículo. Pero también es profundamente revelador. En un país donde tantas cosas han sido arrebatadas, la comida sigue siendo territorio propio. Es identidad, refugio y orgullo. Por eso el chauvinismo gastronómico mexicano no nace sólo del capricho, sino de una defensa casi instintiva de lo que nos pertenece.
Pero, ojo, no somos los únicos: Italia lleva décadas haciendo lo mismo con la pizza, la pasta y el espresso. Japón convierte la preparación y el consumo de ciertos platillos en rituales casi sagrados. Francia ha legislado su cocina. La diferencia es que ellos lo llaman tradición; nosotros, cuando nos toca, lo llamamos exageración. Pero en el fondo es el mismo mecanismo: comer como una forma de decir quiénes somos y de dónde venimos.
Por eso diciembre es un buen momento para bajarle dos rayitas al enojo. En Navidad, la mesa se vuelve territorio neutral. Da igual si hay pavo, bacalao, romeritos, pizza, pasta, sushi o recalentado de tamal. En estas fechas, la comida deja de ser frontera y se vuelve puente. Nadie debería ser juzgado por lo que pone en su plato mientras lo haga con gusto.
Así que sí: defendamos el bolillo, los tacos y la tortilla cuando haga falta. Pero hoy, al menos hoy, que cada quien coma lo que quiera, como quiera, con quien quiera.
Feliz Navidad. Que haya comida, que haya mesa compartida y, sobre todo, que se coma feliz.
Periodista y sociólogo. @viloja

